Albert Espinosa está sentado en la primera mesa, con un amigo a su lado izquierdo y yo a su derecha. No ha sido premeditado, simplemente nos colocamos ahí hace veinte minutos y hemos acabado como la vanguardia de la presentación de un libro.
Jaume Figueras le reconoce y le saluda. Albert lleva una acreditación marrón y se pregunta por qué la mía es verde. Porque yo soy menos, le digo. Así de sencillo. En San Sebastián, hasta los periodistas se dividen en castas y de alguna manera yo debería de ser un intocable. Supongo que a muchos les habrá extrañado verme ahí.
Digo lo de las castas y no es ninguna tontería. En la presentación del libro se hace mucho hincapié en ello: hay tribus que no se hablan entre sí, gente que es transparente para los demás y comandillas que consiguen casi todo lo que quieren.
Yo soy de los transparentes, un poco frustrante, pero tremendamente liberador. Nada que deber a nadie.
Nada que pedir, tampoco. Ni siquiera al amabilísimo y disperso Albert, que no para de alabar mi página y mi crítica y todo lo que conoce de mí para recordarme que sí, que soy escritor y que no debería preocuparme tanto de si hablo con éste o con el otro, que mi mundo no es el faranduleo ni es el periodismo: es la creación y eso no tiene que ver con el Rataplán sino con el Teatro Principal y sus aledaños.
Hoy me he tomado un descanso, lo confieso. Necesitaba parar un poco. Demasiado cine puede acabar con cualquiera. Quería ver a Albert, además. Esta noche volvemos a empezar y, en cualquier caso, quedan seis días más.
Sí tengo la sensación -constante- de que los demás se enteran de muchas más cosas que yo. Creo que es bueno, significa que yo tengo todavía mucho más que aprender.
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