viernes, agosto 14, 2009

Evanston, Illinois


Illinois ni saluda, para qué. Se limita a aparecer, sus fábricas y su olor a Torrelavega después de unas 1000 millas de verde y más verde. Ni una sola señal que fotografiar. Solo un cartel anunciando Chicago y punto. De repente estás en Indiana y de repente estás en Chicago y eso es todo. Inés me avisa de lo que va a venir y yo lo recojo con escepticismo. Creo que está harta de mi escepticismo y creo que tiene toda la razón.

Dice: "Esta es la carretera más bonita de todo Estados Unidos" y yo por si acaso cojo la cámara, sí, pero sin ninguna fe, hasta que de repente, a la izquierda surge todo el skyline de Chicago, con la Torre Sears por encima de todo, pero no solo la Torre Sears, una especie de Manhattan gigantesco, brillante, plateado, que se acerca y se aleja detrás de los puentes, y cuando te acostumbras, a tu derecha aparece el Lago Michigan, sus barcos, sus yates, su playa -en Chicago hay playa, eso es algo que nunca podría haber creído sin verlo-, sus bikinis californianos en pleno Central Time.

Inés está emocionada a su manera, es decir, con el cansancio de las cinco horas de viaje desde Ohio. Ella vivió aquí muchos años y sabe dónde está todo: a tu derecha, el Shea Stadium, a tu izquierda, el hotel donde detuvieron a Al Capone. Yo le digo que es precioso, que realmente es precioso. Toda la Lake Shore Drive, una delicia inesperada. Ella dice que sí, orgullosa, como si la hubiera construido ella, pero avisa: "es precioso cuatro semanas al año, solo eso", "y el resto del año?", "demasiado frío, lluvia y hielo. Durante meses esto -y señala a la playa- está totalmente cubierto de nieve pero ahora..."



Ahora los cachas lucen músculo y pasean con sus cascos puestos, como por Florida. Ahora, las niñas monas se ponen morenas. Ahora, llegamos a Evanston, un barrio residencial de Chicago, al norte y callejeamos y nos perdemos y cuando conseguimos alcanzar nuestra casa -que es la de unos amigos de los padres de Inés solo que ellos no están- resulta que no hay vecinos y no hay llaves y nos enfadamos un poco, solo un poco, y andamos por las calles sin mirarnos y sin tocar las manos, sin hablar siquiera, hasta que entramos en un café y yo le digo que lo siento, que estoy muy cansado y ella lo entiende y leemos juntos "The Onion" y volvemos a sonreir y acabamos comprando libros con un dinero que en rigor no tenemos y el Dios de la literatura nos premia con una llave y una casa enorme.

Sin televisión -Estados Unidos se estremece ante el hecho de que Paula Abdul haya abandonado American Idol- pero con Internet.