lunes, agosto 31, 2009

John F. Kennedy International Airport


Despierto varias veces, sobresaltado. La cabeza apoyada contra la ventana, botando. Es un viaje con turbulencias, o ha sido un viaje con turbulencias al menos al principio, cuando salimos de Seattle y cruzamos de vuelta Idaho y Montana. Turbulencias de verdad, de las de botar en el asiento y mirarnos con cara de horror. A mi lado hay un matrimonio posiblemente coreano, su inglés es muy pobre.

A partir de ahí los despertares son más dulces. Son despertares de amanecer, pero de amanecer desde arriba, de aurora boreal y luego un poco más de sol. De las cinco de la mañana metido en un avión a mil metros. Varios despertares con distintas tonalidades: oscuro, rojo, amarillo, blanco... Nueva York está completamente cubierto de nubes pero aun así el piloto consigue aterrizar en el sitio que es y nadie aplaude porque para los americanos esto es pan de cada día.

Son las siete de la mañana y hasta las seis de la tarde no sale mi vuelo a Madrid. Hago tiempo, claro. ¿Cómo? Bueno, primero lo inevitable: espero a la maleta, la recojo, la paseo hasta la terminal que es por el AirTrain y ahí voy subiendo y bajando, de llegadas a salidas, confiando en que pronto lleguen los de Iberia y me dejen al menos facturar.

Pero no. Los de Iberia no llegan hasta las 3, así que  mientras cojo un carrito, acumulo revistas, periódicos, libros, mochilas, maletas... y me medio tumbo en unos asientos mientras la megafonía repite que no se puede fumar y que por favor no aceptemos que nadie nos lleve a casa, que nos pueden engañar. Es una mañana larguísima. De hecho, he dormido tres horas y, ya digo, de manera algo convulsa. Poco a poco van llegando las voces españolas, las voces que te hacen sentir en casa.

Y con las voces llega el recuerdo de lo que somos. Nosotros, los españoles: si hay una cola, damos un empujón y nos metemos delante, si hay que hablar de algo, se habla a gritos, si se pregunta algo, se contesta con mala cara... Y luego los niños, claro. Es 30 de agosto, domingo, y las familias abundan, con sus niños todo poderosos. Creo que no hay niños más consentidos que los niños españoles, verdaderos tiranos del espacio público y privado.

Los americanos hablaban raro, pero eran tan majos... Incluso las azafatas de Iberia se contagian de las costumbres y ni sonrisas ni "have a nice day" ni "thank you" ni "you´re welcome" ni nada. Montamos a las seis de la tarde de un día y llegamos a las siete de la mañana del siguiente a otra ciudad, otro país, otro todo. Los coches intentando colarse por cualquier resquicio, la tensión, las caras.

De momento, me quedo en casa a dormir. Luego, cuando todo el mundo se tranquilice, igual me doy una vuelta.