domingo, julio 17, 2011

El gol de Julio Salinas


No sabíamos si ir con España o no. Una cuestión de rebeldía adolescente, no le den más importancia. Fue aquel Mundial de las perillas y a ese respecto nuestro héroe era Caminero mucho más que Guardiola. En aquel momento, de hecho, no estaba claro si Guardiola servía para la selección. Demasiado flojo, decían, como dirían años después de Xavi. Javier Clemente prefería colocar a Nadal y a Hierro organizando el juego y a Luis Enrique de media punta. Como extremos, jugaban dos laterales: Goicoechea y Sergi. A veces, el delantero era Salinas y a veces no había delantero.

Jugamos contra Corea del Sur y empatamos a dos. Jugar contra Corea del Sur sin Michel no podía ser lo mismo. Frente a Alemania la cosa quedó uno a uno, aunque no recuerdo haber visto ese partido, envuelto en una estética de desprecio a mis propias pasiones. Sí vi el de Bolivia, que nos clasificaba para octavos. Por las mañanas —ya estábamos de vacaciones— quedábamos los del barrio a jugar a las chapas, con garbanzos haciendo de balones y dedos formando porterías. Cuando repartimos selección, yo me quedé con Italia. Mi jugador favorito, con diferencia, era Roberto Baggio.

La eliminatoria contra Suiza fue un paseo: tres a cero y euforia desmedida, hasta el punto que a la Cibeles le robaron un brazo y tardaron tres días en devolvérselo. He de insistir en que, aunque esté utilizando la primera persona del plural continuamente, en realidad yo seguía sin tener muy claro a qué grupo pertenecía, si al de los entusiastas o al de los tacañones. Los aguafiestas. Y para estar completamente seguro tuvimos que irnos a Lisboa.

No quiero decir que mi adolescencia fuera un desastre porque no lo siento así. Otra cosa es que se juntaran una serie de coincidencias desgraciadas. Por ejemplo, que uno vaya de viaje de verano a Lisboa en busca de sol, chicas y atmósfera romántica y acabe en una pensión de putas del barrio de Intendente, bebiendo con marineros españoles y corriendo para no pagar en los bares de alterne del Barrio Alto. Sé que Lisboa es una ciudad preciosa y mágica igual que sé que en la frontera del Estado de Nueva York con Canadá hay unas cataratas. Pero nunca las he visto.

Ni siquiera vi a las putas, si quieren que les sea sincero. Nadie nos avisó, aunque una pensión que costaba 1000 pesetas la noche debería haber disparado todas las alarmas. Una “pensión basura”, que diría ahora Standard & Poor’s. Ahí vimos a Bulgaria tumbar a Alemania y a Brasil ganarle a Holanda con gol agónico de Branco. El dueño de la pensión nos contaba historias del Sporting. Iba y venía por el salón, como si nos vigilara, aunque probablemente lo suyo no fuera más que aburrimiento.

Cómo culparle.

Fue en ese Brasil-Holanda, justo tras el 3-2 definitivo, que el tipo se echó las manos a la cabeza y dijo en una especie de portuñol: “A ver quién aguanta ahora a las putas”… y resultó no ser un eufemismo. Las putas —sus putas— eran brasileñas y vivían en el piso de arriba: desde el salón de la planta baja se las oía celebrar a gritos. Era el momento de definirse: ¿Fiesta por todo lo alto y pérdida de virginidad en el extranjero, con el juego que eso da para escribir columnas… o el España-Italia que empezaba justo a continuación?

“España y Portugal, hermanosh”, dijo el dueño, con sus gafas torcidas y su aire de proxeneta venido a menos; tras lo cual, exagerando una pose exultante de “Ahora empieza lo bueno”, nos sirvió cuatro copas gratis, una por cabeza. Con 16 años rechazar a una puta cuesta, pero rechazar una copa gratis cuesta tanto o más, así que nos miramos, consultamos y dijimos: “Aquí hemos venido a jugar” mientras nos plantábamos, fervientes, ante el televisor.

No fue un gran partido, qué voy a contarles. En la primera parte marcó Italia y tras el descanso empató Caminero. A cinco minutos más o menos del final, Julio Salinas se quedó solo ante Pagliuca y se la tiró al cuerpo. Dos jugadas después, Roberto Baggio sorteaba a Zubizarreta y Abelardo no podía evitar el 2-1. Fue una catástrofe. “Jugamos como nunca y perdimos como siempre”. Esa, en general, era nuestra frase preferida. Probablemente fuera mentira.

Cada uno reaccionó como pudo. Recuerdo una tarde-noche lánguida buscando la Embajada de Italia para tirarle piedras igual que Tassotti había tirado codazos a Luis Enrique. Detestábamos a Luis Enrique pero era nuestro Luis Enrique. Vagamos por multitud de cuestas con raíles. Vimos un castillo a lo lejos y un río que amenazaba desbordarse. Mi hermano y yo decidimos irnos al día siguiente: llevábamos demasiado tiempo esperando algo que no llegaba y no teníamos edad para perder los días con gusto.

En el tren de vuelta —un tren caro, no había autobuses ese día aunque nos dio igual, aquello era una fuga en toda regla— nos enamoramos de tres hermanas. Diría que se llamaban Bárbara, Carla y Paula. No las volvimos a ver.

Roberto Baggio acabó fallando el último penalti de la final y Brasil se llevó el título. No voy a extenderme en eso porque eso, ustedes ya lo saben. Las putas debieron festejar a gusto. Yo guardé mi chapa con su nombre y me puse a esperar, pacientemente, otros 16 años. Después de todo, mereció la pena.

Artículo publicado en la revista Jot Down dentro de la sección No Pudo Ser