jueves, agosto 04, 2011

Peter Arnett y La Niña Rodicio



La noche de los bombardeos sobre Bagdad nos pilló desprevenidos. No solo porque aún creyéramos que se podía llegar a un acuerdo pacífico sino porque no sabíamos cómo era una guerra en directo. De repente, aprendimos que el horror era algo parecido a un color verde difuso en la oscuridad donde las bombas y los disparos de las baterías anti-aéreas se confundían.

La que recuerdo es la segunda noche, la de los misiles scud contra Israel. Recuerdo la madrugada  pegado a la pantalla, el especial de Telemadrid, aun sabiendo que al día siguiente tenía clase. Telemadrid, a su vez, pinchaba la imagen de la CNN. Por entonces, sabíamos muy poco de la CNN, no más que de Eurosport o la MTV o cualquiera de esos canales a los que solo accedian las familias con parabólica y conexión vía satélite.

Recuerdo la tensión, las conexiones en directo con Tel-Aviv, donde el enviado especial llevaba una máscara que le tapaba toda la cara y de vez en cuando se asomaba a la ventana y amenazaba con quitársela ante la alarma de sus compañeros en Atlanta: "No lo hagas, no lo hagas, tu seguridad es lo primero". Retransmitir en directo en medio de una lluvia de misiles, ese era su concepto de seguridad.

Para los apocalípticos, aquello era el inicio de la III Guerra Mundial. Ya durante el verano, en Santander, un amigo de mi padre me explicaba: "Estados Unidos atacará a Irak y la URSS intentará defenderla y ahí se armará el lío". Los tiempos en los que la URSS existía, recuerden, poco antes del "golpe" que acabó con Gorbachov recluido en una residencia de verano y Boris Yeltsin, alcalde de Moscú, tomando el poder absoluto de la nueva Rusia.

En aquel momento ninguno sabíamos con qué cartas jugaba cada uno. Si en 2003 hubo debate, imagínense en 1990. Por supuesto, se sucedieron las manifestaciones y las manos blancas y los gritos por soluciones imposibles, como si Sadam no hubiera invadido Kuwait ni se hubiera pasando décadas exterminando kurdos ni utilizando gas mostaza en sus guerras contra Irán.

La duda era si Sadam era capaz de enviar un misil con armas de destrucción masiva a Israel o no. Resultó que no, que los scud de fabricación soviética caían como petardos en cualquier lugar del desierto y si rozaban una ciudad, la cosa quedaba en poco más que una tragedia personal. Sadam, en sí, era un misterio y en eso tuvo mucho que ver su dominio de la cámara y su confusa estrategia de comunicación. No hizo nada para evitar que toda la prensa extranjera se fuera del país por miedo al conflicto, tampoco hizo nada por impedir que dos periodistas se quedaran dentro: Peter Arnett, de la CNN, y Ángela Rodicio, de TVE, a los que se unió rápidamente Alfonso Rojo, por entonces en El Mundo.

Eran los tiempos en los que la guerra era una guerra y no una cuestión moral. Los tiempos en los que primero salías corriendo y luego si eso te quejabas. Nadie tenía ni idea de cómo podría acabar la cosa. Pasaron los días y la rutina se apoderó de nuestros televisores: luces verdes palpitantes y planos fijos de mezquitas junto a un río. Con el tiempo empezó a parecer que era más peligroso esquiar en los Juegos Olímpicos de Invierno que hacerle una guerra a Sadam. El histerismo dio paso a una cierta incredulidad: ¿por qué no está pasando nada?, se preguntaban los apocalípticos.

Schwarzkopf, un cliché hecho general, dirigió la Tormenta del Desierto en modo blitzkrieg: Irak reaccionó quemando pozos de petróleo y mostrando aves envueltas en fuel negro. "Resistiremos", decían, "esta será la madre de todas las batallas". Obviamente, Sadam calculó muy mal. Es lo que tienen los psicópatas, su difícil relación con la realidad. De haberse quedado quieto podría haber seguido sus torturas y asesinatos durante décadas. Probablemente pensó que los países árabes le ayudarían, pero, ¿qué países árabes, si la familia real kuwaití los tenía a todos subvencionados?

Pronto quedó claro que 1991 no iba a ser 1973. Si Sadam quería organizar una guerra tendría que hacerlo solo y con el pelma de Alfonso Rojo husmeando bajo las alfombras.

Los periodistas fueron volviendo conforme se vio que aquello terminaría pronto. Los aliados tomaron Kuwait entero, entraron en Basora y se quedaron a las puertas de Bagdad, sin llegar a entrar en el palacio presidencial por si acaso les venía mejor hacerlo más tarde. La primera guerra televisada en directo nos dejó más nombres de reporteros que de coroneles. Duró poco más de un mes, seis veces menos de lo que había durado la pre-guerra.

Empalmando una cosa con otra, aquel verano empezaron las revueltas en los Balcanes: primero, la declaración de independencia de Eslovenia y después la de Croacia. Por último, la bosnia. Lo recuerdo perfectamente porque ese verano fue el último en el que vimos a la selección de Yugoslavia jugar y ganar un Europeo con Divac, Petrovic, Kukoc y Paspalj compartiendo equipo. Jiri Zdovc, base esloveno, ya se negó a jugar la final como acto de solidaridad con su recién nacida república.

El enviado especial de TVE en la zona era Arturo Pérez-Reverte, quien después presentaria "Código Uno", un clásico del periodismo-realidad en la estela de "Quién sabe dónde". Como por entonces aún no era una estrella, decidieron darle un poco de espectáculo a la historia llevándole de paquete a la mediática Rodicio, algo así como lo que le hacía Florentino a Del Bosque. De aquella unión salieron algunos reportajes, un magnífico libro, "Territorio comanche" y un apelativo que acompañará a Rodicio el resto de sus días, incluso cuando juegue con sus nietos.

Alfonso Rojo se peleó con Pedrojota y fundó un periódico digital. A Peter Arnett, lo confieso, le perdí la pista.

Artículo publicado originalmente en mi blog "Aquellos maravillosos 90"