Pasamos nuestra última noche en una habitación doble. Fue algo precipitado, más bien urgente: acabábamos de dejarnos con la credibilidad propia de las decisiones que no quieres tomar. Corrimos a la Gran Vía y nos metimos en el primer hotel que encontramos de la cadena en la que yo trabajaba. Al día siguiente, de hecho, tenía un viaje de fin de semana a Barcelona con el resto de mis compañeros. “Fam-trip”, lo llamaban, me pareció un precioso eufemismo.
La dejé durmiendo y me fui a casa de
madrugada para hacer algo parecido a una maleta que poder llevar a la
oficina. En realidad, yo no me quedaba dos días como el resto sino
cuatro porque había ganado un incentivo de ventas, el quesito que se
pone a las ratas delante de la jaula para que den vueltas como locas en
la rueda. Ese era yo. Esa había sido ella, semanas antes, hasta que la
despidieron por ratita perezosa, llamada de la ETT al puesto de trabajo y
firma de baja en la empresa.
Antes de irme le dejé una nota que ponía “Te quiero”. Ella dice que nunca llegó a leerla. Yo nunca la he creído.
Barcelona fue un viaje especial porque
yo sabía que iba a dejar el trabajo nada más volver y ellos no. Eso te
permite jugar con ventaja. Adelantarte. Una vez cobrado el mes y con el
dinero en el banco ya podían pedirme preavisos. De alguna manera era una
venganza y así se lo tomarían cuatro días más tarde, heridos en su
orgullo de esclavistas.
Aquel era, por lo tanto, un viaje de
secretos y despedidas. Me manejo mal en las despedidas. Tiendo a
confundirme. Salto desde todos los precipicios y eso es un peligro. Nos
metieron en un hotel de cinco estrellas en el barrio de Les Corts y a lo
lejos se veía el Tibidabo encendiéndose y apagándose. La última noche
juntos, la noche del sábado, decidí emborracharme –emborracharse es
siempre una decisión y una maravillosa excusa- y coloqué mi frente en la
frente de Lucía. “Eso ya lo he visto antes”, dijo ella, “y la chica no
era yo”.
Entonces me acordé de “la chica” y sentí
algo entre culpabilidad y nostalgia. Me recompuse y me fui a mear con
mi jefe. Después le invité a una copa. Él iba más borracho que yo y se
limitó a decir: “No deberías hacer esto” y no sé si se refería a la copa
o al cruzar la línea de una relación que nunca sería recíproca: si él
tenía que echarme lo haría en cinco minutos. Me dio igual. Tenía esa
determinación ciega que tanto conocerá usted si es hombre y mucho mejor
si es mujer: frentes contra frentes y canciones de Álex Ubago, eso era
todo lo que pedía en aquel bar de la calle Aribau. Eso fue todo lo que
conseguí.
El domingo les acompañé a la estación de
Sants. Lucía tuvo la amabilidad de sentarse conmigo en el autobús y
cuidar de mí esos últimos quince minutos, como si ella también quisiera
despedirse a su manera. Si no le dejé escrito “Te quiero” en ningún lado
fue por pura casualidad, no llevaba bolígrafo encima. Al irse, me dijo
“cuídate”, casi como una orden o como si estuviera segura de que no lo
iba a conseguir.
Y ahí me quedé yo, con una chica
durmiendo en un hotel y otra chica repasando errores en un AVE, solo en
una habitación triple, escuchando “Ne me quitte pas” en versión merengue
mientras intentaba darme un baño tranquilizante y seguía viendo las
luces, a lo lejos, encendiéndose y apagándose. De pronto, no sé por qué,
decidí que si algún día tuviera que suicidarme sería ahí… pero que en
cualquier caso sería más tarde: antes todavía tenía que ser un
cataclismo en la vida de demasiada gente.
Artículo publicado en la revista Culturamas dentro de la sección "Desaparezca aquí"