martes, septiembre 20, 2011

Los cumpleañeros salvajes



Lo malo de tener una visión estética de la vida es que parece que uno hace las cosas "a ver cómo quedan". Eso sucede a veces, pero no siempre. En ocasiones, la estética no es más que el recurso del perdedor que puede decir "quedó bonito" y contarlo cuatro años después en su blog, pero la intención primaria es más instintiva, menos cínica, más de piel, carne y huesos.

De entre las cosas más "bonitas" que he hecho en mi vida rescato aquellas que hice en serio, aquellas que tenían un cierto punto de compromiso enloquecido, como carta de suicidio de Kurt Cobain. Algo parecido a la autenticidad y que cada uno lo entienda como quiera. A mí me parece que algo es bonito cuando es verdad y solo es verdad si me he entregado del todo. Yo sé perfectamente cuándo me entrego del todo. Puedo fingir que no, pero lo sé.

Lo sé cuando lo hago y lo sé cuando lo recuerdo.

Estación Sur de Autobuses. Había conocido a Laura tres meses antes y había conseguido enamorarme de ella en solo cuatro noches de borrachera. Es cierto que yo tengo facilidad para enamorarme pero debo advertir que enamorarse de ella era muy fácil, quiero decir, no era algo que solo me hubiera pasado a mí. Ella vivía en Valencia y yo vivía en Madrid. Pasábamos tardes enteras hablando por el Messenger o enviándonos emails de madrugada con la hora como único título del correo: "Seis cuarenta y siete a eme". Después atravesaba un par de calles y un parque lleno de niños y perros y cuidaba unas horas de mi abuela, le ponía el disco de Ana Belén o el de Jorge Drexler y veía con ella películas de "Cine de barrio" que ella ya no podía seguir.

Laura cumplió 29 años el 18 de septiembre de 2007. No nos habíamos visto desde aquellas cuatro noches del Cinema Jove y decidí que tenía que ir a verla. Que tenía que intentarlo. No le dije nada y sin más me dispuse a plegar el espacio. Era esa época en la que me dio por creerme un superhéroe. Perdí un autobús y tuve que coger el siguiente, a media mañana. Eso me dejaba menos tiempo con ella porque en 24 horas tenía que volver a Madrid y salir a San Sebastián. 

Me pasé las cuatro horas del viaje llamándola, pero no cogía el teléfono. Por un momento pensé en un escenario desastre: yo viajando en un AutoRes a Valencia, con el regalo en la mochila, la habitación del Petit Palace reservada... y Laura en cualquier otro lugar del universo o simplemente ilocalizable dentro de su propia ciudad, el mismo espacio pero distintos tiempos. Eso no era todo: a mi abuela la habían ingresado el día anterior. La había ingresado yo, de hecho, o al menos yo me había encargado de los papeleos. Todo empezó por una magdalena que se le atragantó en el desayuno, muy proustiano todo, y a partir de ahí el castillo de naipes fue derrumbándose.

Viéndolo en perspectiva, se puede decir que yo salí huyendo pero no sería justo: yo me limité a seguir una rutina estrambótica y me negué a cambiarla. No puedo verlo como un error. Necesitaba Valencia y necesitaba San Sebastián y probablemente todo lo que yo podía hacer por mi abuela lo había hecho ya en esa tarde eterna de hospitales.

El caso es que me bajé en la parada junto al antiguo cauce del Turia y fui andando al hotel para que a Laura le diera tiempo de aparecer. Anduve la calle Guillem de Castro, pasé por la FNAC y a la altura de la Plaza de Toros me desvié hacia una calle cuyo nombre no recuerdo. 

Hablamos ya en mi habitación. Acababa de salir del trabajo y escuchaba por primera vez mi mensaje. "Estás loco", me dijo, y tenía razón. 

Lo siguiente fue desagradable. Hay que contarlo porque fue bonito pero también desagradable y esto es una prueba más de que en este horror no hay literatura: Laura y yo quedamos en la plaza del ayuntamiento en media hora. No sabía qué esperar, pero estaba contento. Estaba muy contento, en serio, como un adolescente. Entonces llamó mi madre: mi abuela estaba grave, había que operarla, no estaba nada claro que saliera de la operación. 

Yo viví con mi abuela 30 años, quizás esto ustedes no lo sepan y no entiendan el drama. 30 años cuidándonos, no es poca cosa. Y ahí estaba, poniéndome guapo como si así el mundo se detuviera a mi paso, abrazando a Laura en la plaza del Ayuntamiento, los ojos vidriosos, la atención puesta en el móvil. Paramos en una terraza y yo tomé un zumo de naranja, ella una cerveza. Cenamos en un Hollywood, luego subimos a su casa y vimos el primer capítulo de "Muchachada Nuí". Durante años, en este blog y en otros, ella tuvo el apodo de "La Pícara Valenciana", pero con los años me va costando más distanciar a la gente con apodos y prefiero tenerlos más cerca, quizá no como son pero sí como parecen, es decir, con su nombre.

El nombre langosta.

La chica del nombre langosta.

En fin, estábamos los dos en su salón y creo que Joaquín Reyes hacía de Paquirrín en una especie de remake de "Lost".  No hablamos apenas. Ella sabía que yo no debía estar ahí y yo sabía que aunque no debía estar ahí, estaba, y que eso era algo, y que algo era mucho mejor que la tristeza, aunque ese "algo" en concreto se pareciera mucho, muchísimo a la tristeza. Me acompañó a coger un taxi y me abrazó muy fuerte. Hay gente que abraza bien y hay gente que además abraza bonito. No sabría explicarlo. Pasa una vez cada muchos años.

Llegué al hotel, dormí pocas horas y volví a Madrid. Mi abuela seguía viva pero sin expectativas. Laura hojeaba mi regalo y me mandaba mensajes... En medio de todo esto quedaba yo pero yo no sabía ni quién era ni qué se esperaba de mí así que volví a salir corriendo hasta que no me quedó más remedio que volver, como un fugitivo despistado, y cumplir con mi obligación de verla morir poco a poco, muy poco a poco, como la abuela de Borges.

La perspectiva, ya digo, puede confundir las cosas y colocarlas en un orden y un tamaño que no son los que eran entonces. Por ejemplo, en septiembre de 2007, yo no me sentía un cobarde sino un héroe y al escribir esto me voy haciendo un fideo en el sillón hasta casi desaparecer de la vergüenza. Supongo que no me quedaba otra alternativa: todo se derrumbaba y yo tiraba fuegos artificiales. Mi vida es una sucesión de fuegos artificiales y probablemente la suya, si se paran a pensarlo, también.

Una vida valenciana, en definitiva. No necesariamente, bajo ningún concepto, una vida bonita.