miércoles, octubre 26, 2011

Daniel Brühl y el chico de cara inquietante


Ya no sueño cada día con mi abuela. Es algo que se me ha olvidado contarles pero que tiene su importancia. No solo eso, sino que cuando aparece, hay cosas que han cambiado: por ejemplo, ella misma. Al principio, se me presentaba desconcertada, aturdida, angustiada, como si necesitara su dosis de Dorken de cada noche. Era yo el que tenía que explicarle: "Abuela, estás muerta, descansa, no te preocupes" pero ella no parecía entender.

Ahora, ya digo, es diferente: mi abuela aparece instalada en su nueva vida, una vida en la que, dice, está descubriendo cosas. Charlamos con tranquilidad y sin dramatismos hasta que de repente yo me doy cuenta de que está muerta, como si antes no lo supiera, como si su muerte me hubiera pillado en otro lado -lo cual podría ser cierto- y encima me sintiera culpable por no recordar cómo fue todo aquello. En mis sueños, no solo mi abuela y mi abuelo han muerto sino que yo no soy capaz de saber por qué y me pongo a llorar como un idiota precisamente porque no concibo que ya no estén aquí cuando en realidad están aquí, ella tan contenta porque acaba de volver de un viaje a algún lado; él, todavía ausente, esperando su momento, porque entre la muerte de mi abuela y la de mi abuelo pasaron tres años, justo el tiempo que yo tardo en reordenar mi cabeza.

Queda, por tanto, un cierto estupor durante el sueño, una cierta incomprensión...  ¿Murió de un ataque al corazón, un envenenamiento, un derrame... algo repentino que pudiera haber pasado por alto y justificara mi ignorancia? Lo único que me falta es preguntarle: "Oye, ¿y esto de morirte cómo ha sido?" como el que pregunta a alguien por qué ha decidido estudiar Humanidades.

Ambos murieron en hospitales. Fueron muertes lentas y desagradables. Supongo que por ello fueron muertes inasumibles que le obligan a uno a huir y a olvidar.

Mi desaparición empezó cuando empezaron las muertes. Las muertes de verdad. El vértigo apareció antes, de acuerdo, pero la sensación de extrañamiento es más reciente y no deja de maravillarme. A veces miro hacia atrás y digo: "Yo ayer quedé con Elena Sansigre, tomamos unas cervezas, luego un whisky, ella habló del nacionalismo, yo hablé del 15-M", pero no hay un nexo entre el "yo" que recuerda y el "yo" que estaba en el Lola Loba.

Las cosas que pasan todo el rato, sin solución de continuidad. La falta de perspectiva, que viene a ser lo mismo. El domingo discutí con el presidente de la Federación Española de Baloncesto y luego hicimos las paces, por la noche publiqué mi entrevista con un ex-número uno de la ATP, el martes estaba en un hotel, esperando a que Daniel Brühl acabara sus compromisos y me dedicara 10 minutos, como mucho 15, para hablar del fútbol alemán y el fútbol español.

En la mañana de caos del hotel "Me" -jefes y jefas de prensa corriendo de un lado a otro, actrices y actores de todo tipo promocionando una misma película, Marta Etura, diminuta, intentando sonreír a todo el mundo, el habitual conglomerado de cámaras, agendas y grabadoras-, Brühl mantiene la simpatía e incluso cree recordarme -"tu cara me suena", dice, pero no es posible, yo solo fui una más de entre mil caras del Festival de Dunas de hace tres años y medio, puede simplemente que mi cara sea demasiado común- y no deja de parecer entusiasmado con cada pregunta.

Brühl está ahí diez minutos y luego no está: igual que Moyà, igual que yo, necesita desconectar de su personaje, ponerse otras ropas mentales y volver al escenario. Brühl ahora mismo, miércoles por la tarde, no recuerda qué dijo de Schweinsteiger. Se verá en su suite del hotel, melancólico ante un televisor o una cena recalentada, y se preguntará si de verdad era él quien hablaba de Schweinsteiger ante el chico de cara inquietante. Probablemente, decidirá que no.

Sentirá que las cosas van bien o lo intuirá por la decoración del hotel y la televisión de plasma. Sabrá que está cansado porque genera expectativas. Pero no estará dispuesto a cumplirlas, eso lo dejará al otro. Él, mientras duerme, quizá se conforme con tener que pedirle a algún familiar muerto que le recuerde cómo fue aquello. Y sus mañanas serán tan increíbles como mis mañanas, porque yo diré "ayer entrevisté a Daniel Brühl" pero no lo creeré. Como mucho aceptaré que hubo un café con Tania. Tania me resulta comprensible, relajante. El resto, no.

Demasiadas veces me he imaginado como un suicida al borde de un precipicio, una imagen demasiado recurrente y poco original. Ahora sé que ni siquiera eso es así: este es un suicida que se tira, se vuelve a subir, se vuelve a tirar y así sucesivamente hasta que un día diga "Ya no hace falta", y ustedes se darán cuenta porque habré desaparecido de veras, o, como decía aquel libro que me recomendaba Hache continuamente: "El día que me vaya, no se lo diré a nadie".

Menos aún a una jefa de prensa.