miércoles, octubre 12, 2011

El regreso estelar de Diego Armando Maradona



Maradona no se entiende sin Víctor Hugo Morales, sin el primer recorte a 50 metros de la portería y la sucesión de ingleses tratando de cerrarle el camino sin conseguirlo. No se entiende sin el puño apretado hacia arriba, simulando un cabezazo, ante la salida atónita de Peter Shilton. De no haberse disputado aquel Argentina-Inglaterra, probablemente Maradona habría pasado a la historia como el mejor jugador de su década, en ningún caso como un Dios por encima del bien y del mal, pero el caso es que se jugó, pregunten en Londres.
Maradona tuvo la habilidad de aparecer justo cuando debía: en cuartos contra la odiada Inglaterra post-Malvinas y en semifinales ante Bélgica con otro gol descomunal. La final no requirió de sus genialidades porqueValdanoBurruchaga y compañía se encargaron por él, pero fue Diego el que subió al palco, saludó al eternoHavelange, besó la Copa y la levantó al cielo de la estética, de la religión, casi.
Antes de ese Mundial, Maradona era un jugador que dejaba dudas. No por su clase, ya demostrada en Argentinos Juniors y en Boca en la adolescencia, sino por su consistencia competitiva en los grandes eventos. Había pasado por el Barcelona sin pena ni gloria, más tiempo lesionado o enfermo que en el campo, después fichó por un modesto equipo italiano, el Nápoles, con el que consiguió quedar tercero en el Scudetto, y se presentó en México con el recuerdo de aquel completo fracaso en su primer Mundial como estrella mediática, el de España, con Gentile castigando tobillos y rodillas.
Sin embargo, a partir de 1986, Maradona se acostumbró a los grandes escenarios y especialmente al más grande de todos: el Campeonato del Mundo. Si lo piensan, todo lo demás es accesorio. A posteriori se le puede glorificar por ganar dos ligas y una UEFA con el Nápoles, pero en aquellos tiempos, en Italia, ganaba ligas hasta el Verona o la Roma. De hecho, con mucha peor plantilla, este mismo año el Nápoles ha estado a punto de volver a ganar y ahí está codeándose en la Champions con los mejores. En Villarreal saben algo de eso.
Maradona era Nápoles, de acuerdo, y su importancia para esa ciudad humillada del sur sobrepasó la devoción por el humano hasta llevarlo a lo divino… pero la leyenda se forjó en México. Sin México no se entiende nada, no se entienden las lágrimas de Morales, ni la propia trayectoria exitosa en el Scudetto ni la milagrosa final del mundial de Italia 90, Maradona farfullando entre dientes “hijos de puta, hijos de puta” mientras los aficionados italianos silbaban el himno argentino. El himno de aquellos argentinos que se habían atrevido a derrotar a la “azzurra” en su propia casa, en el mismísimo Nápoles de San Diego.
Una cosa es ser un buen jugador, otra cosa es ser el mejor de tu época y otra es ser candidato al mejor de la Historia. Si Maradona está en esta última lista no fue por ganar una UEFA con el Nápoles, no nos volvamos locos. Eso son detalles que se añaden luego a la vida de los santos. Tampoco lo está por sus regates imposibles, sus lanzamientos de falta o su capacidad para entenderse con cualquier compañero.
Maradona es el grande del fútbol moderno junto a Pelé por una sencilla razón: llegó cuando se le esperaba, cosa que no hizo Platini, por mucho que se hinchara a ganar ligas, balones de oro, Eurocopas o Copas de Europa con la Juventus. Desde 1986, si había un gran partido, sabías que Maradona iba a ser la referencia. Y acababa siéndolo. La cámara le enfocaba y Diego se encendía, disfrutaba. Era un hombre hecho carisma, provocador, vocinglero en ocasiones. Un hombre del pueblo, el amigo de barra de bar.
Probablemente, Messi sea mejor jugador. Desde luego, es mejor jugador a los 24 años que  Maradona a esa edad y su palmarés es incomparable, tanto en lo individual como en lo colectivo.
Pero nadie edificaría una iglesia alrededor de Messi y eso perseguirá siempre a la “Pulga”.
Maradona fue la referencia en los 80 y quiso serlo en los 90, aunque según él “no le dejaron”. Diego combinaba dos cualidades muy peligrosas: la autodestrucción y la paranoia. Su vida como jugador fue una vida de excesos: drogas, sexo y amigos peligrosos que le decían que él nunca tenía la culpa de nada. La temporada posterior al Mundial le detectaron un positivo por cocaína y él solo supo ver la sombra de una gran conspiración italiana contra él, como si la cocaína hubiera entrado en un chuletón que le mandaron durante una jornada de descanso.
Retirado del fútbol una temporada, Diego, ya superada la treintena, decidió irse cuanto antes de Italia y su ambiente cargado. Hizo una parada en Sevilla, completamente anecdótica, y quiso preparar el siguiente Mundial en casa, en Newell´s Old Boys, su vuelta al fútbol argentino once años después. No pudo evitar seguir envuelto en la excentricidad más que en el juego: disparó periodistas, coqueteó con la cárcel, recibió amenazas de Barras Bravas y no llegó a disputar más de cinco partidos con su nuevo equipo.
Basile le retiró de la selección argentina: no jugó la Copa América de 1993 ni las eliminatorias de 1994… pero cuando la albiceleste se jugó la clasificación para el Mundial en un ida y vuelta contra Australia, ahí apareció el nombre del Diego, dispuesto a solucionar todos los problemas. En ese momento, quedó claro que a Maradona aún le quedaba al menos un mes más de gloria, y tratándose de un Campeonato del Mundo todos los aficionados al fútbol le esperábamos, claro que le esperábamos.
Cuando llegó a Estados Unidos en junio de 1994, cerca de cumplir los 34 años, Maradona era un ex futbolista del que se esperaba el milagro. Nada en su juego de los últimos cuatro años invitaba al optimismo pero la grandeza del mito podía con todo. En el primer partido, ante Grecia, fue titular, capitán y marcó el cuarto gol de su equipo poniendo la bola en la mismísima escuadra. Completamente fuera de sí se lanzó contra una cámara para festejarlo, ojos desquiciados, gesto crispado, rabia sin control.
Maradona había vuelto y había vuelto como estrella. El 4-0 ante Grecia y el posterior 2-1 ante la poderosa Nigeria, convertían a Argentina —campeón y finalista en los anteriores campeonatos— en uno de los favoritos. Pocos sabían que aquel sería el último partido del gran Diego en unos Mundiales. Elegido para pasar el control anti-doping, Maradona dio positivo por distintos derivados de la efedrina. Aquello fue devastador para el jugador, el país y el equipo, que caería, abúlico, en octavos de final.
El regreso estelar de Maradona a la primera línea mundial quedaba en un fracaso, en la nueva evidencia de un hombre que no sabía controlarse, despeñado en la escalera de autodestrucción. No reconoció el positivo ni la sanción y apeló a una nueva trama secreta contra él, esta vez por parte de la FIFA como estamento. Los peores momentos de Maradona son los que nos recuerdan a Tomás Roncero. Pese a todo, estuvo quince meses fuera de los terrenos de juego en los que se dedicó a entrenar sin ningún éxito a varios equipos locales y solo por orgullo volvió, a los 35 años, al lugar donde había empezado todo: Boca Juniors.
Pasado de kilos, Maradona aún dejaba su clase en algún tiro libre, algún pase genial, algún taquito memorable. Tuvo tiempo de pelearse con Macri, con Bilardo… retirarse diez meses para volver de repente, con 37 años, dispuesto al último homenaje, con Ben Johnson como entrenador personal para completar el esperpento. Fueron los peores años del mito: su arrastrarse por las canchas y su arrastrarse por las clínicas de desintoxicación. Las imágenes de un Maradona ya retirado, gordo, inmenso, fumando puros con Fidel Castro y anunciando un divorcio.
El corazón que dijo basta y le mandó a la UCI, miles de argentinos rezando por su alma hasta que su alma dijo “está bien, te doy una más” y Diego la aprovechó. Lo justo para volver 16 años después a su particular teatro de los sueños: el Campeonato del Mundo de Fútbol y demostrar que, para lo bueno y para lo malo, aquel equipo nunca sería la Argentina de Messi sino la Argentina de Maradona.

Artículo publicado en la revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"