viernes, octubre 14, 2011

Los profesores salvajes


Madrid no parece tan grande hasta que uno no se la recorre de punta a punta, es decir, hasta que no coge el Metro Ligero en Sanchinarro, hace trasbordo en Pinar de Chamartín, recorre la línea 1 hasta Sol, ahí cambia a la 3 para llegar a Almendrales y firmar un contrato, vuelve a Sol, vuelve a la 1, para en Tribunal... Madrid es grande como ciudad y es grande como región. Me explico: Madrid es muy grande cuando estás en una marquesina de Tres Cantos a las once y veinte de la noche, esperando un autobús que no llega, recién salido de unas clases particulares, las terceras en el mismo día, empezando a las 9 de la mañana.

Tú estás ahí pero no estás. Ves a los chavales en víspera de festivo preparar sus calimochos para el botellón madrileño pero tu mente está en otro lado. Si tu mente estuviera ahí, tu cuerpo saldría corriendo. La condición necesaria para que todo esto sea posible, esta locura de concatenación de idiomas y recursos literarios desde lunes a las 10 hasta sábado a las 12 es que la mente, en cada clase, esté solo en esa clase y que, cuando tenga tiempo para pensar, es decir, marquesinas y andenes y transbordos, se dedique a desaparecer, se enfrasque en un libro o una conversación o simplemente se borre del mapa.

Borrarse del mapa. La gran tentación de septiembre de 2011 era borrarse del mapa. A nadie le puede caber duda a estas alturas de que eso es exactamente lo que estoy haciendo. Quería desaparecer y en lugar de desaparecer me he convertido en omnipresente, que viene a ser lo mismo. El que está siempre es como si no estuviera nunca y viceversa.

Por supuesto, hay momentos de angustia y de mucho cansancio. Momentos en los que te replanteas cosas, elecciones, horarios... pero luego hay otros momentos en los que esto cobra sentido y voy más allá de la clásica recompensa al acabar la clase, esos cinco minutos de "está bien, lo he conseguido, todo ha funcionado" antes de que la mente se apague, sino a los caminos. Me gustan los caminos, me gusta sentirme solo y perdido por metros y autobuses. Hay en eso un punto de detective salvaje, de profesor salvaje. La soledad arrastrada por periferias y urbanizaciones.

La soledad arrastrada es mucho más llevadera que la soledad enquistada en una sola casa, un solo aula, un solo bar. La soledad arrastrada tiene algo de excéntrico y de doliente. La estética doliente. Siempre dije que Pepe Albert de Paco y yo ante todo somos unos atormentados y nuestras decisiones laborales puede que vayan siempre en ese sentido.

Decía alguien el año pasado, durante el Festival Eñe de Cultura, que estaba harto de novelas sobre escritores -"la vida de un escritor es lo más aburrido que hay", decía-. Yo no lo creo así, y ni siquiera pongo como ejemplo este amago de profesor salvaje, de escritor salvaje asaltando vagones de metro. La vida de un escritor, por fuerza, tiene que esconder un atractivo. Todo escritor tiene dentro de sí una narrativa. Todo lo que hace está dentro de esa narrativa. Un escritor se lee a sí mismo todo el rato y sabe perfectamente lo que le gusta y lo que no. ¿Cómo no va a ser interesante esa tensión continua?

Pensar que la vida de un escritor, de un artista, en general, es aburrida, nos deja el camino expedito a los vampiros templarios. Un escritor aburrido es una cosa muy extraña, como mucho que el escritor quiera parecer aburrido, estética de nuevo, pero cualquier lector avezado sabe que ahí, tras la letanía de estaciones y mochilas, en cualquier momento puede aparecer un hacha.