miércoles, octubre 05, 2011

Psicología barata


A mitad de clase, una alumna me pregunta si he estudiado psicología. "Filosofía", contesto yo y ella sonríe con complicidad: "Algo así me imaginaba yo porque manejas muy bien a la gente". Juegos mentales. Si en algo he sido bueno toda mi vida es en los juegos mentales, tan bueno que muchas veces me he tenido que frenar, por aquello que decía Spiderman: "Todo gran poder implica una gran responsabilidad". Pero sí, manejo, controlo, dirijo. Es mi trabajo. Lo que uno aprende después de años de dar clase es que a nadie ahí le importa si has tenido un mal día o un buen día, si te gusta lo que haces o no. En ese sentido, el profesor es un actor con la diferencia de que tiene que crear a cada momento su propio texto.

Con una sonrisa. Siempre con una sonrisa y un natural de mano izquierda.

La alumna me trata de psicólogo y yo pienso que estaría bien, claro. Cobrar como un psicólogo, al menos, porque pagar psicólogos se me ha dado siempre de maravilla. Durante años pensé en hacer Periodismo, luego me pasé a Políticas, después Publicidad y por último Psicología. Esas disciplinas que solo merecen respeto cuando se escriben con mayúscula. Elegí filosofía porque soy un excéntrico. Durante años he dado una versión distinta, una versión romántica, casi mágica, el destino apareciendo de la nada en un partido de baloncesto, Saulo cayendo del caballo.

No, con el tiempo, cada vez va quedando más claro que yo quería ser un excéntrico y, en ese sentido, la filosofía colmaba mis aspiraciones.

Eso no quiere decir que a veces no piense en mi vida como terapeuta. Creo que sería un gran terapeuta, pero para eso necesitaría un título. Supongo que tiene su lógica pero en mi caso me parece absurdo: cualquiera que haya ido a terapia más de cinco años debería recibir inmediatamente un diploma firmado por el rey para colgarlo en el salón junto a su póster de Radiohead. Algunos dirán que sin título podría arruinarle la vida a alguien en vez de solucionársela, como si hiciera falta un título para ese tipo de cosas o, más bien, como si un título te mantuviera al margen del desgüace.

Mañanas, tardes y noches eléctricas. Si no me gusta mi vida, al menos dejen que intente ganar algo de dinero en el camino. Desayuno con editores, explico el futuro en inglés, como pasta con chicas imán, doy clases particulares a jóvenes estrellas de la pantalla, repaso las grandes novelas del siglo XX en Sanchinarro o Valdebernardo o donde haga falta, ceno cualquier cosa en cualquier sitio y acabo la noche en un bar, con cara de agotado, camisa, pelo corto, manos en los bolsillos: conciertos y festivales de cortometraje.

Tengo ataques de una lucidez bronca, pasada de vueltas: escribo columnas y artículos y cortometrajes llenos de francotiradores y prostitutas inocentes, cándidas, perdidas, que acaban subidas a azoteas. Escribo series, temporadas enteras de series para Internet o para televisión, para cualquier formato que no me obligue a competir. En los ratos libres, duermo. Después de dormir espero al conserje para que me arregle la fuga de la cisterna del baño.

"La cisterna del baño". Todo esto para esto. Pues sí, en el fondo la vida se reduce a eso: atropellos y fugas y mensajes de Facebook. Lo demás es estética.