miércoles, abril 11, 2012

El Roland Garros de Pete Sampras



A sus 24 años, Pete Sampras ya lo había conseguido prácticamente todo en el mundo del tenis: improbable vencedor adolescente del US Open en 1990, tricampeón de Wimbledon en 1993, 94 y 95, ganador de Australia y del Masters… y número uno del mundo desde principios del 93, intercambiando la posición esporádicamente con Andre Agassi y Thomas Muster, lo único que le faltaba era Roland Garros. Lo que le separaba de los grandes de todos los tiempos, capaces de ganar en cualquier tipo de superficie.

Antes de que el torneo se convirtiera en una obsesión, como se convirtió Wimbledon para Ivan Lendl en los 80, el estadounidense decidió que 1996 iba a ser su año: acudió falto de preparación a Australia, donde cayó en tercera ronda y mantuvo el número uno ATP con triunfos en torneos menores estadounidenses, su coto privado. Cuando llegó la primavera, en vez de fajarse en Montecarlo, Roma o Hamburgo, decidió descansar y entrenar. Nada de maratones de tres-cuatro horas contra los Ríos, Bruguera, Albert Costa y compañía. Mentalización y reposo.

De la difícil relación de Sampras con la tierra batida habla el hecho de que solo ganara dos torneos sobre esa superficie en toda su carrera: Roma, en 1994; Atlanta, en 1998. Dos de un total de sesenta y cuatro, ahí queda eso.

Aun así, su dominio en el circuito era tal que a nadie le cabía duda de que al metódico Pete le acabaría cayendo un Roland Garros aunque solo fuera por consistencia. Su juego de servicio, derecha y red se veía ralentizado en arcilla, pero lo que le faltaba sobre todo era capacidad de sufrimiento, paciencia para no intentar acabar el punto a la primera y fe en su propia capacidad de aguantar y remontar un partido a cinco sets en pleno junio con 35 grados en la Philippe Chatrier.

Si quería sufrimiento, 1996 le iba a dar ración doble desde el principio. Pese a partir como cabeza de serie número uno, su sorteo fue una carnicería. En primera ronda, un veterano como Magnus Gustafsson, de los que se adaptan a todas las superficies y que ya le forzó el primer tie-break. En segunda, el bicampeón, Sergi Bruguera, el hombre que le había derrotado en los cuartos de final de 1993 camino de su primer Roland Garros.

Bruguera estaba pasando por una de sus rachas de lesiones pero seguía siendo Bruguera. Además de ser campeón en 1993 y 1994, había sido semifinalista en 1995, cayendo ante Michael Chang. En París era una eminencia. Enfrentarse a él en segunda ronda parecía una maldición y más cuando, pese a empezar ganando los dos primeros sets cómodamente, el estadounidense vio cómo Sergi le remontaba para colocarse dos iguales y llevar el partido al quinto. Si Sampras había decidido descansar para guardar fuerzas, se tenía que ver en aquel momento… y se vio: 6-3 para el número uno del mundo ante un Bruguera agotado.

Fue uno de esos triunfos que dan moral: ajustado, luchado y contra un especialista en tierra. La tercera ronda le deparó ni más ni menos que a Todd Martin, otro todoterreno lejos de su mejor forma pero que en tierra se defendía con más solvencia que Pete. El duelo volvió a irse más allá de las tres horas, casi cuatro. Martin ganó el primer set, Sampras los dos siguientes,  Todd el cuarto… y el quinto, esta vez 6-2, fue para el de Washington D.C., que se colaba así en octavos de final por cuarta vez en su carrera, después de los cuartos que alcanzara en 1992, 93 y 94.

Su rival en esa ronda sería Scott Draper, por fin un respiro: después de tres sets, Sampras llegaba a cuartos de final, a solo tres partidos de la gloria.

La segunda semana de Roland Garros es agotadora. Horas acumuladas bajo el sol y sobre el polvo, un cansancio mental que compite con el físico… y la certeza de que solo los mejores, los más resistentes han llegado hasta ahí, es decir, que, después de todo, te queda lo peor. A Sampras le quedaba ni más ni menos que Jim Courier, campeón en 1991 y 1992, finalista ante Bruguera en 1993, también ex número uno del mundo y un luchador descomunal, sin la clase de Pete, pero con una tenacidad asombrosa. Courier, número siete del mundo por entonces, asomaba como el gran rival. El resto del cuadro se había quedado tiritando: Pioline, Karbacher, Stich, Rosset, Krajicek… solo el joven Kafelnikov estaba en el top 10 y su aguante mental no era precisamente envidiable.

Sampras afrontó el duelo contra Courier como si fuera una final, demasiado tenso: el primer set se lo llevó el pelirrojo en el tie-break, el segundo aún más fácil: 4-6. Courier atacaba con su derecha sobre el revés de Sampras, el imprevisible revés de Sampras, y sabía leer su servicio con fluidez, manteniendo siempre la bola en juego. Pete estaba en un lío de los buenos: remontar dos sets en tierra batida es un infierno. Hacerlo ante Courier, una heroicidad, así que fue poco a poco: el tercer set se lo llevó 6-4. El cuarto set, tranquilo, suelto, centrado, dispuesto a sufrir, 6-4 de nuevo. Por tercera vez en lo que llevábamos de campeonato, Sampras llegaba al quinto set… y por tercera vez ganaba. ¿Adivinan el marcador? 6-4.

El hombre tranquilo había ganado de una manera tranquila pero impresionante. Martillo pilón, Sampras conseguía la victoria más importante de su carrera en tierra batida y llegaba por primera vez a semifinales. ¡A dos partidos de conseguir el Grand Slam en su carrera, algo solo al alcance por entonces de Laver, Emerson, Perry y Budge! La táctica de descansar en abril y mayo había surtido efecto, eso estaba claro, pero, ¿cuánta gasolina le quedaba en el depósito a un hombre acostumbrado a que los puntos le duraran cinco segundos? En semifinales le esperaba Yevgeni Kafelnikov, 22 años, semifinalista en la edición anterior. Por el otro lado, Michael Stich y Marc Rosset se jugaban una plaza de finalista.

Lo más fácil ya estaba hecho: Bruguera, Martin, Courier… los campeones de verdad. Junto a él, un excéntrico ruso, un especialista en pista rápida y el imprevisible Rosset, campeón de los Juegos Olímpicos de Barcelona sobre arcilla, pero incapaz de conseguir buenos resultados en los torneos grandes. Si Sampras ganaba a Kafelnikov, el título era suyo, y, sin duda, era el gran favorito.

No pudo ser.

Sampras luchó como un jabato durante el primer set, que se decidió en el tie-break. Ese fue su canto del cisne. Visiblemente lesionado, con lágrimas en la cara de dolor, agotado por la tensión de las dos semanas, el americano se llevó un rosco en el segundo set y apenas pudo sumar dos juegos en el tercero. Al menos tuvo el coraje de no retirarse y no ensuciar así la victoria del ruso, que, como era de prever, se impuso en la final a Michael Stich, no sin tener que pelearlo, por supuesto (7-6, 7-5, 7-6).

A la carrera de Sampras se le unieron muchos triunfos, hasta totalizar casi 300 semanas como número uno del mundo, 14 Grand Slams, 5 Masters y varias Copas Davis.  Se retiró a lo grande, con 31 años recién cumplidos, derrotando a su némesis, Andre Agassi, en la final del US Open 2002. Sin embargo, nunca volvió a acercarse a Roland Garros. De hecho, ni siquiera superó la tercera ronda de ninguno de los grandes torneos sobre tierra batida: ni en Montecarlo, ni en Roma, ni en Hamburgo, ni, por supuesto, en París.

Pete, cada año, como un colegial refunfuñón se plantaba allí porque sabía que era su obligación, pero sin esperanza alguna: en 2000, perdió en primera ronda. En 2001, en segunda. En 2002, otra vez en primera. Puede que su leyenda tuviera para siempre un asterisco, pero era un asterisco soportable. Otras dos semanas con las zapatillas rojas y el sudor pegado al cuerpo para nada era algo que simplemente no entraba en sus planes.

Artículo publicado originalmente en la revista JotDown dentro de la sección "No pudo ser"