viernes, mayo 25, 2012

Madrid, Madrit, Madriz...


Madrid no existe. Lo primero de lo que uno se da cuenta cuando llega a Madrid es de que no existe, igual que no existen los madrileños. ¿Qué es Madrid? Un lugar de paso. ¿Qué somos los madrileños? Un accidente, sin más. Un montón de gente nacida en cualquier otro lugar o cuyos padres han nacido en cualquier otro lugar; en mi caso, en el protectorado español de Tetuán, hijos a su vez de vascos, asturianos, andaluces... Madrid solo tiene sentido en días como hoy, días en los que los invitados llegan con sus camisetas, sus bufandas y sus banderas y se sienten perdidos y preguntan con miedo por una dirección, un restaurante, una tienda...

Y es ahí donde el madrileño -que probablemente no sea más que extremeño o canario, incluso catalán o vasco- puede lucirse y dedicarse a lo que más le gusta: hablar bien de su ciudad, de la ciudad que no es suya, de la ciudad que toda la vida le han dicho que no es bonita, que no es tan bonita como Londres o París o Nueva York o Barcelona, la ciudad que cada cuatro años se pone bien guapa para que en el COI le den un buen repaso y la dejen con magulladuras y raspones.

El madrileño puede explicar dónde queda Cibeles o recomendar un paseo por los Austrias o incluso pedir paciencia y comprensión por la cutre Callao Square que han montado nuestros distintos alcaldes y convencer al visitante de que Madrid es algo más que canalla o señorial o recia. Que lo suyo es encanto pero también puede llegar a ser belleza, y que quizá lo más destacable, lo más deseable de esa belleza es que no le pertenece a nadie. Como una  fuente que no se agotara nunca y a la que pudieras invitar a cualquiera que pasara por ahí y quisiera echar un trago.

Dejar claro que Madrid no es el enemigo.

Porque Madrid, ya lo he dicho, no existe; Madrid es del que la disfruta y madrileño es todo aquel que, durante 24 horas, deje a un lado cualquier prejuicio y se sienta como en casa, igual que también es madrileño todo aquel que, al día siguiente del éxodo, echa de menos al visitante con una melancolía inmediata e incomprensible, hasta el punto de que estoy por pensar que incluso los chiquillos de las JMJ en realidad no eran tan coñazo.

Aunque sí, lo eran.