sábado, enero 12, 2013

Els quatre gats


Llegaron por la mañana y se fueron a la mañana siguiente, lo que nos dejaba una maravillosa tarde de noviembre, puede que diciembre, para los seis. Aquello no solo era Barcelona sino que era una Barcelona virgen, nuestra primera Barcelona, la de las calles del barrio gótico y los primeros perroflautas con sus melodías medievales. El encanto de la decadencia. Ellos venían de Toulouse, T. y yo veníamos de Madrid porque nos había tocado una quiniela. Ventajas de la ludopatía. Eran cuatro y nosotros dos y entre sus cuatro estaba una chica, Justine, que compartía piso con la Chica Langosta y conocía un poco la ciudad porque había vivido unos meses como estudiante, lo mismo que la Chica Langosta hacía en ese momento en la ciudad de Justine.

Comimos en un vegetariano, paseamos por la Barceloneta, subimos y bajamos las Ramblas y acabamos, en una tarde extraña, tomando café en "Els Quatre Gats". La Chica Langosta llevaba una boina francesa deliciosa. Era tremendamente feliz. Había encontrado algo parecido al hombre de su vida y el hombre de su vida le cantaba pasajes de "Turandot" y la trataba como la frágil princesa que todos queríamos pensar que era. Inocencia robada. En "Els Quatre Gats" nos hicimos unas fotos. La Chica Langosta y un amigo colombiano ponían caras divertidas mientras T. y yo publicitábamos nuestro amor recién estrenado.

Pasábamos las noches en Le Meridien, un lugar horrible.

Marcel -así se llamaba el novio de la Chica Langosta- iba ya en camino de ser alguien dentro de la facultad de ciencias políticas de Toulouse y había en torno a él ese aire de estrella, de intelectual, de éxito, que no sé en qué habrá acabado. Era algo mayor que nosotros, puede que dos años, puede que tres. Eso le dejaba cerca de los 24 porque nosotros no pasábamos de los 21. En cuanto a los demás, se puede decir que todos teníamos la conciencia de ser extraordinarios, de ser magníficos, especiales... Vivíamos Barcelona con la arrogancia del universitario, una arrogancia que rara vez se repite.

Una vez Zahara publicó un disco y en ese disco aparecía una frase que decía "Todos queríamos ser extraordinarios" y yo, claro, me acordé de mí y de mis amigos de Toulouse, Barcelona, Ramiro de Maeztu... Preparé una entrevista con ella -no la conocía personalmente de nada- solo para poder preguntarle exactamente cuándo se había dado cuenta ella de que ser extraordinario había dejado de ser una exigencia, un deseo, una posibilidad... No recuerdo su respuesta, pero recuerdo la que hubiera sido la mía: el día siguiente, cuando ellos ya habían cogido su autobús matinal a Francia -pasamos parte de la noche en un bar llamado "La Fira", me pareció un hermoso templo del estupendismo, cuando volví, diez años después, parecía una discoteca tropical-, T. y yo volvimos a la Plaza del Pi y nos pusimos como locos a buscar de nuevo el café donde Picasso y los primeros cubistas españoles se reunían a principios de siglo.

No lo encontramos. Aquello parecía imposible, porque no podía estar muy lejos y, aunque mi memoria nunca ha valido gran cosa, la de T. era cosa seria. Buscamos y buscamos pero fue como encontrarse una calabaza tirada por ratas. Desde entonces he vuelto a Barcelona unas dos veces al año. Nunca he vuelto a entrar allí. Puede ser que las dos primeras veces intentara buscarlo de nuevo. Pronto, demasiado pronto quizás, renuncié a ello.