miércoles, febrero 20, 2013

Incendios de nieve y calor


De las pocas cosas que no olvidaré nunca es aquella vez que la Chica Selectiva apareció a las cinco de la madrugada simplemente porque yo no podía más, en medio de un horrible ataque de angustia, en plena bancarrota económica y emocional, vueltas en la cama que acaban en miedo, pánico a lo que serías capaz de hacer si fueras más autodestructivo, y llamadas medio desesperadas que solo la encuentran a ella en Tribunal, a pocos metros de mi casa, esperando un búho.

La Chica Selectiva subió los tres pisos sin ascensor, se sentó en el sofá y me escuchó pacientemente durante una hora. Luego amagó con quedarse dormida y se fue para casa. Probablemente, nadie ha hecho nunca algo tan bonito por mí. Aparecer de la nada y quedarse. Una hora. Luego correr hacia la resaca. Era el verano de 2011, finales de verano de 2011, es decir, septiembre, y todo giraba en torno a canciones de Love of Lesbian -"ya ves, soy un loco y son más de las tres", le debería haber dicho nada más descolgar el teléfono-con los efectos previsibles, es decir, deprimentes.

Mi primer concierto de Love of Lesbian fue hace ya cuatro años. Fui con una chica a la que quería bastante y que a su vez me quería bastante a mí. Cada uno a su manera, que no era ni mucho menos la misma. Coincidimos con Irene, con Álex y con los amigos de Luis Ramiro. Eran otros tiempos. Debió de ser un gran concierto pero nosotros no hicimos mucho caso porque teníamos que reconciliarnos por algo. He estado a punto de escribir, automáticamente, "por algún malentendido", pero lo prodigioso de nuestra relación era que nunca había malentendidos, es decir, siempre éramos descarnadamente encantadores o crueles, sin matices.

Un año más tarde, aproximadamente, también de madrugada, también coqueteando con la tristeza, le mandé un mensaje de texto que decía: "¿A que no sabes dónde he vuelto hoy? Donde solíamos gritar". Ella contestó con un frustrante "¿?".

Estaba loco y volvían a ser más de las tres.

El episodio de la Chica Selectiva llegó un mes después de que viera a Santi Balmes y compañía en Benidorm, aquel viaje redentor, planificado únicamente para oír a OK Go insistir en que "this too shall pass" y que "you can´t keep letting it get you down". Cosas que pasan. Desde entonces no he vuelto a verles en directo y me parecería precioso poder repetir este verano con la Chica Diploma, la chica que cambió mi vida y que me recogió del vacío un poco de la misma manera que yo la recogí a ella. Escuchar a Love of Lesbian siendo feliz debe de ser la hostia.

En fin, que hablaba de la Chica Selectiva y me dejaba al pequeño Fer Cabezas. Que te visiten de madrugada es bonito, que quieran sacrificar la hora de comer para comprarle calzoncillos a tu padre porque no tiene limpios y está solo en una habitación de hospital, cuarta planta, morfina y agotamiento, es sencillamente espectacular, que diría él. No, tampoco olvidaré a Fer, eso está claro, como no olvidaré tantas otras cosas de tanta otra gente. La enfermedad, la muerte, tiene la virtud de separar el trigo de la paja y eso siempre es bueno, al menos de vez en cuando.

Hay dos libros que asocio a la muerte de mi abuela, aunque en rigor los leí muchos meses antes, cuando estaba en el hospital, antes siquiera de ingresar en la residencia donde pasaría sus últimos días. Eran "Amsterdam", de Ian McEwan y "62, modelo para armar", de Cortázar. Yo llegaba al San Francisco de Asís a las ocho de la mañana y rezaba por que mi abuela siguiera durmiendo el mayor tiempo posible porque cuando despertaba se me rompía el alma y no podía manejar la situación por muchos 30 años que tuviera ya. Ahora, lo que hago es llegar a la Ruber, abrir "Limónov", de Emmanuel Carrère y confiar en que mi padre siga roncando y roncando y no llegue el momento del cansancio, el arrastrarse por la habitación con los pantalones sucios hasta que alguien venga con una muda nueva.