domingo, junio 30, 2013

La última penetración imposible de Sarunas Marciulionis


Sarunas Marciulionis era un jugador misterioso en unos cuantos aspectos, digamos que inusual, uno de esos soviéticos fornidos que solo aparecían una vez al año —dos, si la URSS iba al Torneo de Navidad—, enamoraba a todos los aficionados y se volvía a su club de Vilnus, el BC Stayba, con el que nunca consiguió superar el séptimo puesto en la liga ni acercarse a título alguno. El nivel del equipo era tal que en la última temporada de su estrella en Europa, la 1988-89, quedó noveno en la minicompetición lituana que se organizaba paralela a la liga soviética pese a contar ya por entonces con un jovencísimo Arturas Karnisovas como compañero de penurias. En la plantilla se encontraba también Gintaras Pocius, el padre del actual jugador del Real Madrid.

Hablamos, por tanto, de un jugador que era muy difícil de seguir, porque los partidos del Stayba —después, Lietuvos Rytas— no se podían encontrar prácticamente en ningún lado. Sin embargo, había algo mágico en él. Algo muy poco europeo y desde luego muy poco soviético: la voluntad del desacato, una valentía casi temeraria y un físico privilegiado, espaldas y torso voluminosos acompañados de las piernas de un saltarín. Un jugador NBA, en otras palabras, que disputó sus mejores partidos precisamente contra los pobres universitarios americanos que EE. UU. iba mandando a las distintas competiciones. Después de arrasarles en Seúl, en 1988, los Golden State Warriors lo tuvieron claro: ese chico tenía que irse a San Francisco a hacer piña con los Mullin, Hardaway, Richmond y compañía.

Así, un año después, Marciulionis y Alexander Volkov llegaron de la mano a la NBA. El primero, como quedó dicho, a los Warriors; el segundo, a chupar banquillo en Atlanta. Por supuesto, fueron los primeros rusos en jugar la competición americana por excelencia solo que ninguno era ruso: Sarunas era lituano y Volkov, ucraniano, pero eso poco importaba para la prensa y los aficionados estadounidenses. Rusia era Rusia y Rusia era el enemigo. La adaptación de Volkov, un jugador que en Europa sería dominante en la década de los 90, fue costosa; la de Marciulionis, inmediata.

A sus 25 años, Sarunas era un hijo de la glasnost. Le gustaban las camisetas horteras, californianas, se cuidaba el flequillo y era capaz de machacar a una mano en transición como si nada. Petrovic fracasaba en Pórtland, Divac se hacía un hueco en Los Ángeles… y Marciulionis asombraba a todos con 12 puntos anotados de media en poco más de 20 minutos de juego. Por supuesto, el estilo de Don Nelson le ayudaba, aquel famoso run and gun, pero si alguien abrió de verdad la puerta de la confianza a los europeos en la NBA, ese fue Marciulionis, hombre importante en los Warriors, candidato varias veces a mejor sexto hombre de la liga, jugador admirado por los aficionados de San Francisco y patriota leal a su recién independizada Lituania, con la que consiguió la medalla de bronce en los Juegos Olímpicos de Barcelona 92, aquella ceremonia a la que no pudo asistir Sabonis por la borrachera que arrastraba y en la que todos los demás miembros de la plantilla llevaban unas camisetas tintadas con la calavera de los Grateful Dead, que habían sufragado gran parte de los gastos del equipo solo por su afinidad con Marciulionis y lo que representaba la modernidad lituana frente al opaco aburrimiento soviético.

Aquellos Juegos, a los 28 años, fueron la cima de su carrera. Venía de promediar casi 20 puntos por partido en unos Warriors que enamoraban, pero la desgracia llegó en forma de lesión de rodilla. No cualquier lesión: una lesión devastadora que puso en peligro su carrera y lastró su físico hasta la retirada. Después de promediar 17,4 puntos en 27,9 minutos en los primeros 30 partidos de la temporada 1992/93, Marciulionis tuvo que pasar un año y medio fuera de las canchas y cuando volvió, renqueante, su equipo ya no eran los Warriors sino los Sonics de Shawn Kemp y Gary Payton, justo un año antes de que llegaran a la final de la NBA contra los Chicago Bulls de Michael Jordan.

Sarunas cumplió: casi 10 puntos por partido en menos de 20 minutos. No estaba nada mal, pero la desconfianza en sus rodillas no ayudaba. Los Sonics le traspasaron a los Kings, que era como mandarle al infierno de la NBA, una franquicia condenada a no destacar jamás… hasta que aterrizaron Adelman, Williams y Webber y cambiaron la historia. Marciulionis llegó demasiado tarde y demasiado cojo. Su Eurobasket 1995 había sido prodigioso, un recuerdo de lo que algún día fue. No solo llevó a su equipo a la final contra Yugoslavia sino que estuvo a punto de ganarla: únicamente los 41 puntos de Djordjevic con 9/12 en triples y una actuación arbitral vergonzosa impidieron el sueño lituano...

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