viernes, junio 28, 2013

Sultanes del swing


A veces, mi padre aparece. Es inevitable y tampoco le doy mucho margen, menos del que mi psicólogo querría, tengo la impresión. Aparece con gesto de sufrimiento, torcido, el ceño fruncido y los ojos cerrados, ladeado contra mí mientras le sujeto la cabeza calva y le beso y le digo: "Estoy aquí, papá, tranquilo, estoy aquí" y ayudo así a que Carlos y Mercedes le cambien los pañales. Está a punto de morirse. Él lleva días diciéndolo: "Me estoy muriendo, me estoy muriendo". Lo increíble es que no se haya dado cuenta antes. Nosotros llevamos nueve meses sabiéndolo. Un parto. Mi padre tardó lo mismo en nacer que en morirse y no veo nada poético en ello, simplemente fue así.

No sé qué le dolía a mi padre, ni sé si le dolía algo o simplemente, en su estado de semi-inconsciencia, el propio movimiento, las manos llevándole y trayéndole, manejándole como a un bebé, le recordaban lo lejos que quedaba ya la vida, yaciendo en la cama, conectado esporádicamente a un respirador. A mí me pueden pedir que haga como si nada, cuando todo esto queda a dos meses y medio de distancia, incluso yo puedo hacer como si nada porque me sale relativamente bien pero obviamente no, yo no soy el mismo, no puedo serlo. Piensen en ello, es imposible.

Ayer, estuve con Fer y Jaime viendo unas semifinales de un torneo absurdo y tomando una copa por Huertas. A Jaime le conocerán si leyeron "Cuando las cosas dejaron de tener sentido", el libro que cuenta los seis meses que fueron de noviembre de 2005 a mayo de 2006. Mi "acmé", que dirían en la Grecia antigua. Fue una gran noche porque son grandes recuerdos. Los tiempos en los que los actos apenas tenían consecuencias y la gente aún no se había muerto. Tres muertes en seis años no es una barbaridad pero erosiona. Erosiona tu abuela en una residencia donde huele a lejía mezclada con orina. Erosiona tu abuelo esperando que pongan un partido de fútbol inglés a una hora imposible. Erosiona la calva de tu padre, el rostro marcado por la enfermedad, amarillento, sin preguntar nada por miedo a que le respondamos.

Nada como 2006, insisto. Como el NH Embajada y sus croissants y sus churros de madrugada o sus taxis en perfecta compañía. Nada como el Colonial cada martes y cada miércoles y cada jueves. Las mezclas de Lizipaína, Alprazolam, Paracetamol y JB-Cola. La vuelta a unos años 80 pasados por el cinismo. Lo que más me repatea de mi alrededor es la sensación de "no hay que tomarse las cosas a la tremenda", el intento por desdramatizar cuando la vida ES bastante tremenda si se pone y de ahí al drama hay un paso. Eso, precisamente, es el cinismo, la distancia. Kurtz en la forma de Marlon Brando escupiendo cáscaras mientras dice tranquilamente: "The horror... The horror has a face".

El horror tiene la cara de mi padre agonizando y de alguna manera me siento orgulloso porque yo estuve ahí, porque a un padre hay que cogerle la cara y besársela cuando se está muriendo y lo sabe. No hay otra obligación humana más allá de esa.

La carta de suicidio de Kurt Cobain acababa con una frase muy cursi y una especie de firma con las palabras "Love, peace, empathy". Las dos primeras son absurdas, no quieren decir nada, pero la tercera es la clave: empatía. Un mundo sin empatía se hace muy duro para la gente sensible y la gente sensible -volvemos al cinismo- no está de moda. El amor y la paz... vale, de acuerdo, pero la empatía, ¡ese don tan escaso!... Entre mi padre y yo no había empatía alguna y sigue sin haberla. En una semana me voy a Santander por si la encuentro en algún bar. Pero había ese respeto instintivo, primario, de hacer las cosas de manera correcta.

Porque nosotros llevamos el fuego.

Aparte de los recuerdos y los bebés, la noche nos dejó una imagen. Más que una imagen una película, porque duró mucho tiempo. Estábamos en un bar donde los jueves la gente baila swing. El relaciones públicas lo llamó "música de los 50" pero no, aquello era swing de toda la vida, swing de Dick Tracy y locos años 20. Los chicos y las chicas bailaban hasta dejarse el sudor en la pista, nosotros mirábamos distantes desde la barra. El encanto de vivir en otro mundo, en otro tiempo. Buscar un lugar donde se pueda vivir en otro tiempo, en otro mundo. Donde esté permitido. A falta de empatía, escapismo. Había que ver cómo bailaban en el anacronismo y lo bello que parecía el anacronismo desde diez metros, sin mezclarte con el siglo pasado.

Algo hermoso empuja a esos chicos a escaparse del mundo durante una noche. Algo hermoso y a la vez algo horrible, supongo, una negación de lo actual. Cuando no puedes refugiarte en los brazos de tu padre, te refugias en la nostalgia o te mueves sin parar. Porque si te paras, piensas, y, como decían Les Luthiers, "el que piensa, pierde".