jueves, octubre 02, 2014

Antes



Sí, San Sebastián fue un tema recurrente e incluso excesivo, pero también hubo otras cosas. Una noche, lo recuerdo perfectamente, soñé con la Chica Langosta. Ella seguía en Bruselas y yo seguía aquí -here is here and I am here, where are you?- y venía a reprocharle su ausencia de todos estos años, una ausencia que se hacía más difícil de solucionar ahora que yo ya estaba casado y con un hijo, pero aun así ella preguntaba si iría a verla y yo decía que sí, que claro que iría a verla, cómo no iba a verla después de la bronca que le estaba echando.

Soñar en San Vicente era fácil, no sé por qué aquí se hace tan complicado. Hay dos frases de películas que me encantan, una que viene a cuento ahora y otra que vino a cuento esta mañana mientras apuraba el otoño en un banco frente al Museo del Prado, mañana en el Barrio de las Letras, dos hojas con apuntes en inglés enganchadas en un bolígrafo. La de ahora salía en "Abre los ojos", cuando Eduardo Noriega decía aquello de "Soñar es una mierda" y yo le daba la razón o le di la razón después, probablemente unos tres años después, cuando T. aparecía todas las noches y desaparecía cada mañana.

La otra, la de la calle Huertas, es de "La lista de Schindler". Ni siquiera es una frase, es más bien una secuencia. O una frase muy larga, no sé; la verdad es que "La lista de Schindler" lleva veinte años dándome una cierta pereza probablemente injustificada. Liam Neeson intenta convencer a Ralph Fiennes de que la mayor muestra de poder consiste precisamente en no ejercerlo. En perdonar. Los emperadores romanos perdonaban, dice Neeson, y Fiennes pone cara de emperador romano, embelesado, aquel campo de concentración convertido en Circo Máximo y el uniforme en toga.

Luego despierta de la ensoñación y dispara al preso fugitivo por la espalda.

En "House of cards" oponen el dinero y el poder y Frank Underwood siempre elige lo segundo. Elige lo segundo porque el dinero lo tiene su esposa, pero bueno. Si yo tuviera dinero o si al menos tuviera poder, o algo más sencillo, llamémosle "influencia", sin más, el mundo sería mejor. Vivir así, como si el mundo fuera a mejorar si tú lo gobernaras y luego dar tu clase de inglés de hora y media y bajar sorteando solidarios por la calle Atocha.

Y al final, la tarde-noche. La Chica Berklee, Amy y yo en una terraza del barrio de Chamberí mientras Álvaro juega con su rana sentado en una sillita. Álvaro a veces es tremendamente demandante y otras veces te mira como si dijera "necesito mi espacio". Nos ponemos al día como podemos, en inglés y con prisas, porque estos encuentros de una hora cada seis meses no pueden dar para más. Cuando el niño empieza a quejarse -yo digo "moan", pero puede que no sea el verbo correcto-, la Chica Berklee lo coge con cierta torpeza y acaba en brazos de Amy, que lo maneja como solo lo haría una fisioterapeuta.

Le pregunto por L. No sé por qué pero hasta esta misma tarde no me había planteado la posibilidad de que L. pudiera ir a la boda y que nueve años después yo siguiera pareciendo el bala perdida. La Chica Berklee niega rotundamente. "Hace años que no sé nada de ella" y yo no le digo que la googleé el otro día sino que me limito a confesarle que la sigo teniendo presente, que no consigo olvidarla, y la Chica Berklee dice que es normal, que fue una historia de amor importante, pero los dos sabemos que no lo fue, que fue un amor del montón y reconozcamos que casi todo el montón era suyo. De ahí la perplejidad del recuerdo constante.

Amy pregunta de quién estamos hablando y, cuando se lo contamos, los tres concluimos que lo que me pasa es que me siento culpable, lo cual puede que sea verdad, pero a tres años de cumplir los 40 igual se me podía ir pasando. Amy dice que ella también ha hecho cosas mal. No utiliza el compuesto, sino el pasado simple, el que cierra las cosas en inglés: "I did some wrong things". "We all did some wrong things", respondo yo, como si ese fuera un capítulo ya acabado, el de las tonterías, el de andar jugando con los corazones de los demás y disparándoles por la espalda cada vez que te crees emperador. I used to rule the world, seas would rise when I gave the word.

Pero no, claro, ese tiempo nunca acaba. El tiempo de los errores, digo, que lo de romper corazones ya me pilla un poco mayor. Y con esa rima de "world" con "word" que acerca a Chris Martin un poco más a Pau Donés me voy a la cama, que mañana entrevisto a un ex entrenador en el bar donde solía tomar cafés con mi padre cada vez que venía a Madrid.

Hablábamos de física, fíjense que tema de conversación más improbable entre un padre y un hijo a los que separaban 450 kilómetros.