sábado, noviembre 08, 2014

El fin de la comedia



Conocí a Ignatius Farray en mayo de 2006. Es imposible que él se acuerde pero yo lo recuerdo perfectamente. Estábamos en un estudio de sonido, no muy grande, con Julián López y Joaquín Reyes. Era la época en la que yo preparaba un reportaje sobre "La hora chanante" que casualmente culminó en el rodaje de su último capítulo, el 50. Ignatius entró y grabó su parte, hablamos de fútbol, Mundial de Alemania. El sketch consistía en poner voces a unos dibujos de órganos del cuerpo que estaban de resaca después de una borrachera, Para mí, como para todos, era "El loco de las coles", le pedí su teléfono por si acaso podíamos hacer una especie de "spin-off" del reportaje pero en estos ocho años no ha habido ocasión.

Ignatius estrenó ayer en televisión -Comedy Central- una serie llamada "El fin de la comedia". El primer capítulo es brillante: una mezcla del clásico "ridi, pagliaccio" con el tono y el ritmo de "¿Qué fue de Jorge Sanz?" En ese registro, el canario explota su mayor virtud: la melancolía. De Ignatius conocemos todos los monólogos y los excesos ya desde los tiempos de Paramount Comedy. El grito mudo y los pezones sudados. Otra cosa es que todos intuyéramos que había en el exceso una puerta abierta a la complejidad y la tristeza. Una especie de estética de perdedor que se rebela contra su destino pero solo a ratos. Lo dicho: "ríe, payaso".

No sé cómo es Ignatius en su vida diaria igual que no sé cómo son Jorge Sanz ni Larry David ni me interesa. Sólo diré que el personaje le viene como anillo al dedo y que a mí me hubiera gustado escribir este falso reality malasañero. Me quedé en el camino. 28004.

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El concierto de Love of Lesbian en Vistalegre: un disparate. No diré una estafa porque entiendo que ellos no sabían lo que estaban haciendo o se pusieron en manos de una promotora que tampoco lo sabía bien del todo. Promesa de un concierto íntimo, distinto, de canciones menos conocidas y más tranquilas en un recinto donde lo que se oye es el eco. Las entradas de grada costaban 32 euros y la mitad de la grada no podía oír nada, lo mismo que si abrieran la ventana y salieran a la terraza mientras algún grupo toca en Las Ventas.

La segunda mitad la vimos en otro lado, algo más centrados y más abajo. El sonido era pésimo pero al menos se entendía al cantante cuando hablaba y las canciones eran reconocibles. Todo lo demás, ya digo, disparatado: carteles gigantes haciendo de inútiles pantallas de sonido, asientos de los años 60, la enormidad de media plaza de toros vacía y un ruedo donde colocaron varias localidades sentadas formando líneas rectas en un espacio circular. La sensación de vacío por todos lados. Aparte, el frío. Un sonido que se va, un montón de gente gritando "No se oye" y un ambiente desangelado. En medio, el pobre Santi Balmes tratando de explicarnos que estaban estrenando un concepto nuevo.

Estrenando o despidiéndose, no quedó muy claro.

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Hoy era Nochevieja. Desde 2005, si no me equivoco, y hasta 2011, cuando Rocío y yo nos pasamos horas en mi casa los dos solos poniéndonos al día de los seis años anteriores en los que habíamos conseguido coincidir en todos lados sin cruzar más de dos palabras. Creo que Fer y Álida se pasaron más tarde, pero no estoy seguro. Puede que hiciéramos una videoconferencia con la Chica Portada en Nueva York y puede que eso fuera otro año, 2010, por ejemplo, o la Nochevieja de verdad de 2009 en casa de Hache.

Desde entonces, nada. Nosotros, los de entonces, viendo que no íbamos a ser los mismos decidimos desaparecer sin más. Pese a todo, cada 8 de noviembre, una cierta sonrisa en la boca, un recuerdo alegre del Colonial y la cancioncita de Mecano. Uno se inventa fiestas cuando no tiene nada que celebrar, supongo, una cuestión de espejismos. Luego crece y la vida se lo come y las celebraciones quedan en casa.

O en el juzgado: en una hora, la boda de mi hermano.