domingo, diciembre 14, 2014

¡Eh, Sabina, así no se termina!



Los códigos de entonces eran distintos, más macarras, diría. Más de "Mucha, mucha policía" en la plaza de toros de Santander mientras los agentes miraban a la masa con un odio infinito. Cuando sonaba la última canción y la banda se iba, la gente gritaba "¡Eh, Sabina, así no se termina!" y Sabina volvía a salir, generalmente con un chaleco y unos pantalones de cuero negros, y tocaba tres o cuatro canciones más mientras pegaba botes como un loco.

Los camerinos eran poco más que roulottes en la parte de atrás del escenario. Una sola roulotte para todos con repaso incluido de cada uno de los errores del concierto. Toallas, sudor y adrenalina. Para mí, como niño, era incomprensible: todos los conciertos siempre eran maravillosos y sin fallos, así que, si la cosa se salía un poco de tono, me limitaba a decir: "Pero si la gente no se ha dado cuenta" y nadie me hacía mucho caso, como si un músico no supiera cuándo hace bien y cuándo hace mal su trabajo y tuviera que venir su sobrino a decírselo.

Ahora, obviamente, las cosas han cambiado. Sabina tiene 65 años tirando para 66. Una de las últimas veces que le vi, en Salamanca, allá por 2006, ya parecía resignado a auditorios pequeños, íntimos, donde sentarse y dar bastonazos al suelo si era preciso. Emociones fuertes, buscadlas en otra canción. Sin embargo, imprevisible, volvió a los estadios. Con Serrat y sin Serrat. En América y en España. Ayer, con un lleno en Madrid de los que hacen época -todo vendido en un abrir y cerrar de ojos- terminó el concierto a la hora y media de empezarlo, pidiendo disculpas y hablando de los nervios, que se le habían cruzado.

Por lo que sé, es verdad y no veo el escándalo. Un músico de 65 años que pese a los vómitos y las náuseas sale durante 93 minutos y disimula todo hasta que ya no puede más es como mínimo un músico honrado. Sin embargo, se ha dicho de todo: que faltó el respeto a Pastora Soler, que le dio un vahído, que tuvo que suspender... los peores debates son los que se generan a partir de premisas falsas. Pastora Soler salió como ejemplo de gran artista a la que le vencen los nervios y nunca como motivo de burla. Hay pocas cosas en las que pueda entender a Sabina porque nuestras vidas siempre han sido muy diferentes, a veces por razones obvias y a veces no tanto, pero aquí sí que le comprendo perfectamente: casi 40 años de exposición constante son muchos años y cuando llega el tembleque, el sudor, el ataque de pánico, no hay nada que hacer. Estés donde estés y tengas los planes que tengas.

Lo peor es que, normalmente, te sientes culpable: si te rompes una pierna te ven con la escayola. Si estás muerto de miedo, ¿qué ven los demás? Nada.

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Me escribe Pablo Martínez: voy bien con el libro. Lo dice él y lo dice su amigo Manuel. Con matices pero pocos. Es una buena noticia porque yo no tengo la sensación de ir bien con el libro. Voy rápido, vale, eso siempre, pero, ¿bien? No estoy seguro. Quizá yo quiero escribir una cosa y a la vez soy consciente de que la gente quiere leer otra y ni renuncio a lo primero ni me olvido de lo segundo. No voy a volver a escribir "Ganar es de horteras", sería absurdo. Quiero contar la historia de mi equipo y del gran rival de mi equipo: resaltar las diferencias y los parecidos, que son muchísimos. De alguna manera, tender puentes.

También quiero rescatar nombres, partidos, momentos de baloncesto que han quedado demasiado atrás y que nadie ha querido volver a rescatar. Que el adolescente que anima hoy a Sergio Rodríguez o a Jaime Fernández sepan quiénes fueron sus antecesores.

El problema es que luego al adolescente igual no le interesa lo más mínimo todo eso y lo que quiere es acción, chicas, partidos vividos como aficionado y no como experto. Que no quiera tender puentes y no tenga ningún interés por los Ramos ni los Sagi-Vela ni los Martínez Arroyo. Pienso en eso todo el rato y me sorprende que no me paralice. Lo peor es que cuando me convenzo de que estoy haciendo otro libro, para otro público, más interesado en los detalles, me da la sensación de que tampoco voy a llegar a ese nivel, que siempre me voy a acabar dejando algo.

Da igual. Sigo y sigo y sigo, como el conejito aquel. Y, ya digo, Pablo dice que voy bien así que es buena señal. El libro tiene una pinta estupenda y mi obsesión, más que escribirlo, es no estropearlo.