jueves, abril 02, 2015

Intrusos en el paraíso


Luego hay momentos que valen por una semana. Por ejemplo, la Chica Diploma y yo en la playa de Mazagón, virgen, vacía, en pleno atardecer, algo de aire frío entre la calima que no nos deja ver los límites. Sensación de estar en un sueño con el Niño Bonito delante sonriendo para las fotos cuando no está hurgando en la arena, tanteándola, retándola como hacía con la hierba, nuevas superficies y nuevas texturas. Es una playa maravillosa por muchas razones pero sobre todo por su iluminación o, más bien, su falta de iluminación. Lo único real en este simulacro llamado Parador con sus palmeras y sus tumbonas para los madrileños propietarios de Mercedes y Audis.

De hecho, a la playa se puede llegar de dos maneras. Una es más incómoda que la otra pero más exclusiva: bajas unas escaleras interminables y utilizas tu llave de cliente para poder entrar, como si aquello fuera la villa de George Clooney y enfrente tuvieras el lago Como. Pero no, esto es Huelva. Nada más terrenal que Huelva y, lejos del paraíso, lejos de este exceso de libretas que no son las nuestras y generaciones ajenas -encontramos dos parejas de nuestra edad, eso es todo, y nuestra edad ya empieza a ser cosa seria- queda la realidad turista de Matalascañas o El Rocío, con su arena, su polvo, sus chiringuitos y sus sardinas llenas de espinas pequeñas, imperceptibles.

Todo forma parte de la irrealidad en la que llevamos instalados varios años, una irrealidad que hace que necesitemos un tiempo para analizar las cosas y solo al cuarto o quinto día la Chica Diploma me mire sonriente y dice: "Bueno, ¿no ha estado tan mal, no?"

Y no, no ha estado tan mal. No está estando tan mal, de hecho, porque aquí seguimos: ella bañando al niño en la habitación 40 con sus formidables vistas al mar; yo, en el salón anexo a la cafetería, en bermudas, tecleando mientras Carla Suárez las pasa canutas contra Andrea Petkovic. Sí hay, insisto, una cierta sensación de simulacro que no soy capaz de explicarle a Yaiza Santos porque es algo muy personal, muy estético, muy de I don´t belong here. Vuelvo al miércoles por la tarde-noche, el niño jugando con la arena, la Chica Diploma y yo sentados en una toalla verde y pensando: "¿Quién iba a decir que íbamos a estar aquí?" y en esa frase está todo: quién iba a pensar que nosotros, quién iba a pensar que aquí, quién iba a pensar con él, que sonríe por el día y mueve la mano haciendo amigos e incluso ha conseguido ponerse de pie en la cuna y ya no sabe hacer otra cosa... pero no deja de llorar por la noche, muerto de miedo o de hambre o de lo que sea, convertido en "el niño de los cojones" para las demás familias que intentan descansar la Semana Santa en el sur, lejos de la realidad.

A veces, echo de menos la potencialidad. Supongo que la potencialidad ahora está en mi hijo, en todo lo que será capaz de hacer. Yo ya lo he hecho. Uno de mis principales problemas para asumir el futuro es que el futuro ya ha pasado, ya estuve ahí, ya lo logré. Nuestros sueños no eran baratos pero tampoco eran caros, no asquerosamente caros al menos. Una chica preciosa en una playa virgen, el sol bañando el mar y alargando el amarillo sobre el azul mientras un niño de diez meses se parte de risa.

Por lo demás, le decía hoy a la Chica Diploma en Matalascañas, lo bonito del sur es precisamente su potencialidad constante. "Sexualidad" lo llamé primero, y después, para mitigar el efecto, "carnalidad". Volver a tener trece años y esconderme tras los barcos pesqueros para magrear a niñas de mi edad. El descubrimiento del cuerpo y de sus placeres. Las inseguridades y las convicciones. El sur, al menos el sur de playa y calor, es una tierra joven pese a todo. Una tierra que quiere ser. A los melancólicos a menudo nos abruma, pero tendremos que aprender: no todo va a ser San Sebastián, Santander, Londres... buhardillas donde leer a Carver y a Ellis.

Tendremos que aprender a reconocer la vida y aceptar el paraíso. No es poca responsabilidad: aceptar el paraíso, considerarse digno del paraíso, es abrumador. Mucho mejor mirarlo de refilón y pensar que no te pertenece, que es todo un juego. El simulacro, de nuevo. La Chica Diploma sosteniendo al Niño Bonito en sus rodillas y subida a un balancín mientras yo me siento en el otro extremo. A veces, sube ella; a veces, subo yo. A veces, nuestros pies quedan colgados, ya separados del suelo pero sin grandes pretensiones y el Niño Bonito aplaude como si él estuviera convencido de que lo estamos haciendo de maravilla, como si no entendiera por qué nos lo preguntamos tan a menudo. Como si toda la vida, a partir de ahora, fueran a ser playas del sur tras la calima y doceañeras insinuantes. Como si nadie tuviera derecho a hacerle sentirse un intruso en ese sueño.