lunes, junio 01, 2015

Los Pollos Hermanos



Escuchar "So young" con dieciséis años, casi diecisiete. Escuchar "So young" una mañana de mayo a bordo de algo que pretende ser un crucero, rumbo a las islas del Egeo. Sentir la piel de gallina mientras uno cree estar enamorado sin tener muy claro de quién o de qué, puede que de la juventud misma, de la autocomplacencia de una juventud en Grecia, amago de resaca, gafas de sol sobre ojos azules y cabeza echada hacia atrás, como en las películas, disfrutando del aire en la cara.

Luego, al atardecer, el sol bañando el Egeo y el Egeo bañando la noche.

Escuchar "So young" y estremecerte porque habla de ti, habla del chico que cree que está viviendo una cosa y está a punto de vivir otra completamente distinta sin verla venir. El chico que esa misma noche saldrá a beber cerveza por la Plaza Omonia y acabará besando a una desconocida, justo cuando él no ha besado nunca a una desconocida ni a una conocida ni a nadie. Un chico improbable que vive en un hotel de la calle Filadelfias y silba melancólico la canción de Bruce Springsteen. Partidas de ajedrez en el lobby, botellas en hielo dentro de la nevera de la habitación.

Escuchar "So young" como se escucha "The sign" o "Today" o incluso "Soma" en el letargo de la habitación de las Chicas BI, las hermosas Chicas BI con sus bellezas lánguidas. Sobrevivir a la adolescencia como se sobrevive a una batalla humeante: sabiendo que estás haciendo historia.

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El mejor momento literario de lo que va de siglo pertenece a una serie de televisión. Los primos de Tuco Salamanca esperan a Walter White con un bate en la mano mientras éste se ducha en la que una vez fue su casa. Todos intuimos la muerte pero la muerte debe esperar aún tres temporadas. Sentados los dos gemelos en la cama, pacientes, reciben un mensaje de texto que dice "POLLOS", se miran extrañados y se van, sin más. Nadie sabe por qué, ni el espectador ni desde luego Walter White, que sale del baño y nota algo raro, el rastro de las cosas que estuvieron a punto de pasar.

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Tercer año en la Feria del Libro. El último en algún tiempo salvo milagro inesperado (qué tontería de frase hecha, ¿qué sentido tendría un milagro esperado?). Tercer año y cierta comodidad y a la vez cierto acomodamiento. Ya llegué ahí, ya estuve antes, ¿qué me cabe esperar de nuevo? Y sin embargo lo nuevo es la gente, los lectores, los que varían de año en año y los que habías olvidado del junio anterior. Son pocos, no son una multitud inabarcable que hace cola detrás de tu caseta como si fueras una estrella de la literatura adolescente, pero quizá por eso se sienten especiales y te hacen sentir especial a ti.

A todos les saludo y les sonrío, aunque no tenga fuerzas. Con todos comparto historias de mi hijo, de mi mujer, de mis noches moviendo carritos o de baloncesto, claro, solo faltaría. No es algo forzado, al contrario, es justo lo que necesito: algo que me saque de esta burbuja de horas de sueño haciendo eses por el Paseo de Coches. A mi lado, además, Gonzalo Vázquez, cuya humildad llena toda la caseta. Una caseta a la sombra, que se agradece, pero una caseta muy mal colocada, en pleno flujo de salida.

No importa. El libro se vende bien. Aquí nadie es Blue Jeans ni aparece en la televisión así que nos conformamos con los pequeños objetivos. Colocar, vender y volver a colocar para la siguiente semana. Mi editor está contento y yo también. En realidad son esfuerzos que no sirven para mucho, un poco como cuando mi hijo se pone a caminar unos pasos cogido de mi mano y acaba tirándose al suelo porque sabe que su padre le va a decir "Bieeeeen" y le va a aplaudir un rato. Pues eso, que te aplaudan un rato. Tampoco es poca cosa, si se piensa.