lunes, julio 13, 2015

Libros peligrosos


Perder contra Nadal resultaba irritante, más que nada porque todos sabíamos que Federer era mejor, incluso el propio Nadal, que corría a repetirlo en cada entrevista como el militar aquel al que se le murió Unamuno en plena conversación y tuvo que salir gritando "Yo no he sido, yo no he sido". En aquellas derrotas, primero en cinco sets, luego en cuatro y ya por último en tres, creció una especie de anti-nadalismo que solo era rencor disfrazado de teoría: no hace más que correr, solo pasa bolas, desespera a cualquiera con el tiempo entre punto y punto, mano en la cabeza, en el culo, en la oreja, en la otra oreja...

Federer era entonces intocable y estas pequeñas manchas eran afrentas que se calmaron un poco en 2009, cuando Nadal se quitó de en medio ante Soderling y dejó que el suizo ganara por fin Roland Garros. El dominio de Roger de enero de 2004 a enero de 2010, con el pequeño hiato del verano de 2008, fue tan marcado que difícilmente veremos nada parecido. Tenía 28 años y medio cuando ganó su decimosexto torneo de Grand Slam. Nadie habría dicho entonces que solo ganaría uno más, en 2012, la pista central de Wimbledon techada y Andy Murray en medio de un ataque de nervios.

Perder contra Djokovic, ahora, es otra cosa. Duele, por supuesto, pero tiene ese punto de lo inevitable, como cuando te toca el Barça en cuartos. El serbio, a sus 28 años, es el dominador y Roger, a los casi 34, suficiente hace con tocar las narices un rato, hasta que se cansa y empieza a ver que todos los restos van a la línea y que este tío no solo es capaz de hacer como el otro: correr de lado a lado de la pista a devolver pelotas imposibles sino que además saca como los ángeles y no cede ni un segundo de tregua. Entonces, solo entonces, Roger entra en modo de ahorro de energía, y se autodestruye como los mensajes de Mortadelo, reveses a la red y voleas al tendido, gesto enfurruñado, como si su reino no fuera de este mundo y no se mereciera un trato así.

La gente se pregunta ahora hasta dónde llegará el dominio de Djokovic. "No tiene rival", dicen, lo que no deja de ser una obviedad. Cuando uno reina, los demás son súbditos. Sampras no tenía más rival que el viejo Agassi en 2000 , cuando ganó su séptimo y último Wimbledon, tampoco lo tenía Federer en 2010, después de su cuarto Open de Australia ni se atisbaba límite al Nadal que ganó en 2013 el doblete Roland Garros-US Open, combinado con el número uno del mundo. Todos cayeron como cayó Roma. Es lo que tienen los imperios.

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Empiezo a leer "Libros peligrosos", de Juan Tallón, con todos los prejuicios del mundo y en las primeras páginas veo confirmada mi arrogancia: si hay dos cosas que me disgustan cuando se dan en exceso son el alcohol y las citas, y Tallón no se priva de ninguna de las dos. Sin embargo, llega la cuarta página y la quinta y la sexta... y junto a la propia narración de Tallón van cayendo los libros peligrosos, la selecta lista de libros peligrosos cuyas citas ya no son empalagosas y estupendas sino una verdadera delicia. Pizarnik y Cortázar, Fitzgerald y Dos Passos, el entrañable Parménides de Elea y las paradojas de Zenón. Aquiles y la tortuga y el movimiento como algo imposible.

Es un libro de un riesgo enorme precisamente porque uno no puede ponerse a hablar de Juan Rulfo sin tener nada nuevo que decir, pero es un libro que te arrastra por el río en medio de una comodidad impensable. La comodidad, entiendo, de la pasión, del disfrute. En el fondo, Tallón, lee como bebe, sin mirarse las manos, y así llega también su escritura. Es probable que no nos conozcamos y que cuando nos conozcamos no nos caigamos bien. Hay un aire a tristeza común que conviene no compartir. Algo parecido pasó con Manuel Jabois, cuando llegó a Madrid y se rompió todo el encanto entre nosotros, si es que alguna vez lo hubo.

Quedará sin embargo la admiración y será una admiración sincera. Un "ahora lo entiendo" que en el fondo alivia, porque siempre es bueno que el valor y el talento se abran camino, sin ponernos ahora a diferenciar si ese talento y ese valor son propios o ajenos.

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Puede que lo haya contado ya, pero no me importa repetirlo: le di a leer una de mis novelas a Andrés Barba y la destrozó en un solo email. Con "destrozar" quiero decir destrozar. Plaza y Janés es mucho más tibia a la hora de descartarme aunque solo sea porque Plaza y Janés sabe que los milagros ocurren pero no sabe cuándo va a ocurrir el siguiente y conviene no fustigar demasiado a los leprosos. A mí el email me dolió como me duelen las derrotas de Federer contra Djokovic, pero, de nuevo, lo consideré algo que entra dentro de lo normal: uno no le da un libro a un amigo para que le guste sino para que lo lea. Obligaciones, las justas.

Contesté a Andrés con toda la tranquilidad del mundo, una especie de "bueno, pues hablemos de otra cosa". Él estaba ya en Buenos Aires y pretendía desaparecer una temporada, pero tuvo tiempo todavía de responder a mi correo lleno de extrañeza: "Pensé que no ibas a contestarme, que no me volverías a hablar". Pasado el tiempo, he llegado a creer que quizá la crítica era simplemente eso, un intento de quitarme de en medio, pero eso habría mostrado una enorme falta de astucia en alguien que ha hecho de la astucia su gran tema narrativo.

Si hablamos bien solo de los amigos y hacemos nuestros enemigos a todos los que hablan mal de lo que hacemos estamos condenados a algo peor que la soledad, que es la estupidez. Porque sentirse solo, por mucho que la idea le espante a la Chica Diploma, es algo al menos tolerable, pero saberse estúpido... sinceramente, no creo que pudiera soportarlo.