martes, septiembre 27, 2016

¿Llegamos alto, con las estrellas?



La primera conversación tiene que ver con trabajar gratis, ese gran dilema de todo escritor entre los 25 y los 35 años. M. busca consejo o cuando menos busca argumentos. Yo no los tengo. Yo no trabajo gratis para quien sé que puede pagarme pero sí colaboro cuando me apetece con quien sé que no puede pagarme porque no tiene ingresos. Lo que no tolero es la tontería de la visibilidad y el "esto es bueno para todos" porque si usted no tiene dinero para mantener una revista profesional, mejor monte un herbolario, que funcionan de maravilla.

A esa conversación le siguen muchas otras con mucha otra gente. Es una sensación agradable porque hace demasiado tiempo que estoy fuera de la circulación. Estamos en una presentación pero no recuerdo la autora ni el libro y por favor no hagamos de esto algo personal. Yo iba ahí a ver a los viejos amigos y que me dijeran qué buen aspecto tenía, fuera verdad o no. En ese sentido, la excursión carismática fue todo un éxito.

Pienso en los años raros, en aquellos difusos 2009, 2010, 2011... La cantidad de gente distinta con la que podía sentarme a tomar un café o una copa. Cortometrajistas incipientes, poetas autoeditadas, cantautores perdidos en los circuitos... A veces era público y a veces era escenario, dependía del momento. Incluso cuando yo creí que estaba parado, no paré nunca. Presentaciones de libros en Tres Rosas Amarillas y, después, en Tipos Infames. Las mismas caras, sí, pero no tengo claro que eso sea algo malo.

Acabamos cenando -o algo similar- en un antro de la calle Noviciado. Mi primera opción era el bar aquel infame que hacía esquina pero para mi sorpresa lo cerraron hace ya un tiempo. Malasañero de mierda. Chorizos fritos con sabor rancio. A mi alrededor, tres chicas hablan de literatura, del "mundillo" y de lo que conlleva. Parecen ilusionadas y eso es fantástico. Yo estoy tan acatarrado y tan ronco que apenas intervengo. La conversación, en cualquier caso, parece apañárselas perfectamente sin mí y así puedo irme a mi hora sin sentirme culpable, con algo parecido a una sonrisa en la cara.

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Al día siguiente, terraza de Prosperidad con Gonzalo Vázquez. Los que me conocen, los que leen este blog, saben hasta qué punto admiro a Gonzalo Vázquez, una admiración solo comparable, quizá, a la que siento por Manuel Jabois. Son dos genios, cada uno a su manera: Gonzalo, más constante; Manuel, más intuitivo. "Dar un paseo y tomar algo" es su plan para la sobremesa y eso es lo que hacemos: pasear entre árboles que anuncian el otoño y pararnos a tomar una botella de agua y una cerveza.

Gonzalo tiene además otra virtud: la de hacerte sentir a gusto. Es sincero, a veces brutalmente sincero y directo. Se calienta hasta el ceño fruncido y cuando se da cuenta vuelve a enfriarse, con un gesto casi budista de apaciguamiento. El pasado verano escribió un artículo sobre LeBron James que podría haber sido portada de cualquier gran medio estadounidense. Lo publicó JotDown, la única interesada. Hay algo que no me cuadra y no dejo de explicárselo: no es ya un caso de malditismo, de "deberías triunfar pero no consigues que nadie te conozca" sino algo ya directamente incomprensible: Gonzalo roza los 30.000 seguidores en Twitter, que le veneran como el dios del baloncesto que es. ¿Cómo es posible que eso no se traslade a más medios de comunicación?

No lo sé. Eso lo tendrán que decidir otros. Cambiamos de tema y hablamos del coronel Tarakanov y a los dos se nos ilumina el rostro porque en el deporte estamos más a gusto que en la queja. Le gusta mi barrio, me dice, y yo le digo que estamos a punto de mudarnos. Supongo que nadie está contento con lo que tiene, pero no sé por qué eso tendría que estar regido por una especie de determinismo.

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Sánchez tira hacia adelante y desde mi Facebook se le jalea. Está a punto de destruir el futuro de su partido y de la socialdemocracia, pero, ¿qué más da? Cuando ese futuro sea presente la solución será la misma: quejarse mucho y desatender por completo la realidad.